Primero aquellos choferes colocaban una soga de esquina a esquina, con un cartelito simple: «No pase». A la espalda de esta advertencia otro rótulo delataba la matriz de las empresas «cerradoras».
Así clausuraban inicialmente la céntrica calle Figueredo, de Bayamo; pero luego los métodos disminuyeron en «originalidad»: empezaron a emplear un alambre con un paño, un cordel, una tira... cualquier cosa que intentara demostrar que por esa emblemática y estrecha arteria no se podía conducir porque unos metros más allá de la cuerda —en las tiendas recaudadoras de divisas El Potro, La Violeta o Primero de Mayo— estaban desmontando mercancías.
En principio hubo quejas públicas, planteamientos en rendiciones de cuentas, multas y hasta alguna que otra letra censuradora en la prensa. Sin embargo, a estas alturas ya parece normal y hasta reglamentario que a cualquier hora del día la calle se atore por el estacionamiento de vehículos y el consiguiente baja-baja de productos.
A cualquiera pudiera parecerle un asunto menor este cierre de calle. Sin embargo, un hecho que estorbe día a día, por aislado que parezca geográficamente, amerita una lectura que rebase la ojeada a las indisciplinas viales.
¿Es esa la única calle que se obstruye hoy en Cuba en horario de abundante tráfico? ¿Es la única en la que se trasiegan mercancías por encima de prohibiciones y regulaciones? ¿Cuántos han hecho ya una costumbre de colocar algún objeto —hasta un palo aguantado por piedras— para señalarles a los demás que alguien, con fines institucionales o privados, se «adueñó» de una porción de la calle, o incluso de la calle entera?
En las respuestas serias a estas preguntas encontraremos la esencia de un problema mucho mayor que el nacido de un tranque en la vía.
Se trata, en el fondo, del auge de una «cultura» de la arbitrariedad, esa que no respeta mandamientos sociales ni repara en las consecuencias de los actos y acude a la «necesidad» como modo de justificación. Esa que, sabiéndose insolente al principio, se convierte en rutina por la fuerza de la repetición y de cierta impunidad. Esa que, al final, dibuja una proyección ante la vida porque se convierte en un modo de actuación.
En Bayamo, por ejemplo, a menudo argumentan que el cierre de la citada arteria obedece a que los conductores proceden «de otras provincias y necesitan descargar para irse». Y ya con ese razonamiento lo que debería verse como una violación se va convirtiendo en ejercicio normal.
Sin embargo, con esa demostración la Ley de Seguridad Vial —tan estricta y precisa— es ultrajada cada día porque esta establece que el aparcamiento para desmontar bienes y útiles en calles públicas debe realizarse del anochecer al amanecer.
Esa cultura de lo arbitrario es la misma que lleva a los cerradores de calles a dejar, después de sus operaciones, la tira «trancadora» con la que después chocan varios ciclistas y peatones. Y no pasa nada.
Es la misma que ve como un acto corriente, sin pecado ni pifia, lanzar un bulto de arena al centro de un sendero transitado, colocar un tubo de acera a acera, creer que de verdad cualquiera puede, sin consultar, apropiarse de un espacio y anunciar que por allí nadie puede pasar.