Dicen que el distraído animal, al igual que los demás hermanos de su grupo, pasaba todos los días por aquel pozo sin brocal, pero se las ingeniaba de tal manera que, aunque el hoyo estaba desprovisto de tapa, sorteaba el peligro de caerse. Se iba por aquí, por allá, colándose con una calma fenomenal entre las piedras, la yerba fresca y los pantanos.
A su dueño, un campesino bonachón de casi dos metros de alto, con una barriga de proporciones tan descomunales que, por el propio efecto de la gravedad, lo inclinaba por completo hacia delante, nada lo recreaba más que alimentarlo y verlo caminar pacientemente, junto a los demás miembros de su manada, de un extremo a otro del campo.
Vale aclarar que no había predilección alguna por él. Lo atendían como a todos, era igualito a los demás: adormecido, moquillento, lento hasta el cansancio, y con el rumbo casi siempre perdido de tan descuidado. Guanajo al fin, no era nada jíbaro; con unos granos de maíz y algo más que le tiraran, caía enseguida a los pies de aquel guajiro patrón.
El poseedor de la cría era una gente chévere, al que le gustaba compartir con sus amigos chistes de asombros, apariciones y hazañas increíbles, como si la exageración lo alimentara, o él fuera una especie de doble de Juan Candela, el popular personaje de nuestro Cuentero Mayor, Onelio Jorge Cardoso.
El buen paisano era atento a más no poder, conversador hasta el empalagamiento… y enamorado, que no había mujer a la que no piropeara con su manera tan espontánea. Eso sí, Juan Ramón, como se llamaba, se autoproclamaba un hombre reservado, de mente clara, y de una exigencia grande consigo mismo a la hora de cuidar «lo suyo», algo que, traducido sin muchos eufemismos, conforma la apretada filosofía del tacaño.
Resulta que una vez el simpático granjero se dispuso a cortejar a una fémina muy atractiva, aunque medio oportunista, a la que, en sus ponderaciones, se le ocurrió decirle que «por ella lo daría todo». Sin dejarlo terminar, la aparente enamorada le tomó la palabra y enseguida ripostó: «No te preocupes, mi amor, solo quiero que me regales un guanajo de los de tu cría para llevárselo a mi familia».
Aquel pedido retumbó al instante en la mente del guajiro como un bólido, hasta que, sin otra salida, asintió: «Bueno sí, está bien, si es lo que tú quieres...». Pero al poco rato, cuando los dos conversaban en el comedor de la casa, se oyó un estruendo grande en el patio, y alguien gritó: «Corre, Juan, corre, que se cayó un animal por el pozo pa’ abajo». Y no bien escuchó el llamado, rápido, sin todavía asomarse, se lamentó: «¡Qué mala suerte la tuya, mi vida, el guanajo que yo te iba a regalar fue el que se cayó!».
Hay que ver cómo funcionan las asociaciones. Después de reírme con este episodio indiscutiblemente jocoso de puro criollismo, se me ocurrió extrapolar la moraleja de tan singular historia a algunos escenarios de nuestras realidades más próximas.
Abstraigámonos, por favor: ¿acaso cuando un cliente apenas es servido, sin atenciones que compensen su voluntad de recibir un trato al menos decoroso, no podría inferir que ha tenido la «suerte» de que le tiren «su animal» al suelo, según «la filosofía» de Juan Ramón? Desde luego, valdría preguntarse si, en este caso, merece hablarse de suerte o casualidad.
Salvando las distancias, ¿no es también una manera de «desplumar» el ave ante los ojos de todos la contradicción de que el trabajador, que pocas veces puede hacer la cola cuando sacan un producto, no alcance lo buscado y tenga que caer en manos del revendedor?
Hay muchas formas de que, sin demasiados miramientos, el guanajo toque el suelo; de igual modo, hay muchas formas de que nos lo tumben. Y verlo salpicando en lo último del pozo, incomoda y enoja tanto como al mismísimo Juan.