Estamos fritos los terrícolas con la febril transmutación de bienes y trastos desechables, efímeros como luciérnagas en el mercado. Uno ya ni llega a recordarlos ni a tomarles cariño, como sí se veneraban aquellos muebles y equipos eternos de nuestros antepasados.
Hace rato murió la era de fabricar para toda una vida. Los mercaderes de este mundo ganancioso —¿o gananciófilo?— llevan demasiado tiempo engañando bolsillos y sueños; lo revela el documental Comprar, tirar, comprar, de la realizadora alemana Cósima Dannoritzer, exhibido por la televisión cubana el mismo día en que mi moderna batidora Daytron dijo hasta aquí (¿Qué hago con ella?).
El filme devela la alevosa componenda durante décadas del gran capital, auxiliado del incesante desarrollo tecnológico, para adormilar a las multitudes borregas que compran y compran a un ritmo frenético: Lo que llamamos «sociedad de consumo», para halarte los bolsillos y maximizar las utilidades.
Los poderosos esgrimieron tempranamente el ardid de la «obsolescencia programada», para acelerar la muerte de todo cuanto pueda ser sustituido. Es la trampa, desde que el bombillo de Thomas Alva Edison amenazaba con alumbrar demasiado tiempo el sentido racional de la vida. Fue cuando el poderoso oligopolio Phoebus, integrado por Osram, Philips y General Electric, acordó limitar la vida útil de las lámparas a mil horas, para que el consumidor tuviera que reabastecerse.
Así, han nacido sucesivas generaciones de volátiles equipos electrodomésticos, automotores y maquinarias. En su «dotación genética», ya le marcan el tiempo de morir, para generar nuevas necesidades. Se expande la sociedad de mercado dilapidando recursos, creando artificiales economías y drenando el patrimonio económico al punto de exprimir el planeta como una ciruela pasa.
Cuba, que hace tiempo no vive en campana de cristal, ni amortiguada de la economía planetaria, sufre más las secuelas de la caducidad planificada. Sin desconocer los nefastos efectos del bloqueo yanqui, entre deficiencias de nuestros negociadores y compradores en el exterior, la celeridad de las tecnologías y la falta de piezas y repuestos, el consumidor cubano se las ve difícil cuando vence la garantía de un equipo, y muchas veces antes de que expire.
Es cuando uno piensa que este país, pobre y atenazado económicamente, no puede ser rehén del despilfarro y la irracionalidad inherentes a la sociedad de consumo. Ni sus consumidores pueden readquirir uno de esos fugaces trastos, necesarios pero inalcanzables para sus ingresos promedio.
Es cuando uno recuerda como en tantos años difíciles, el ingenio y la inventiva del cubano compensó las carencias tanto en la economía empresarial como en la personal: como aquel legendario ingeniero Presilla, que no le falló al Che y echó a andar la planta de níquel de Moa, cuando los expropiados norteamericanos se fueron con todos los planos y secretos de la fábrica.
Milagros de creación, verdaderos hijos machos hizo parir la necesidad, con la ingeniosa inconformidad del innovador y racionalizador cubano: enfrentado a tantas carencias, menos las del talento, erigió una babel de tecnologías e inventos criollos, para que el país no se detuviera.
Pero se extraña ese espíritu hoy, cuando los espejismos creados con el sector emergente de la economía doméstica, hacen creer a muchos los sueños tecnocráticos de que podremos siempre sustituir y recambiar tecnologías, al ritmo de la irracionalidad consumista.
Sin negar el avance tecnológico y la reducción de costos que ello implica, para sustituir importaciones hay que alargar también la vida de nuestras maquinarias y equipos con ese plus imaginativo de nuestro gran capital humano, ese inmenso cerebro que nunca creyó en imposibles.
Estatal o no, hay que estimular el talento para seguir buscando soluciones criollas, cuando el cinto aprieta. No aguardar cruzados de brazos el recambio y el repuesto desde lejanos puertos. Poner los pies sobre la tierra… y las manos y el cerebro en la técnica.
La única obsolescencia que debemos aceptar —y hasta desear— es la del conformismo.