Me contaba mi padre, nacido en 1911, que el primer radio que hubo en nuestro pueblo lo podía oír una sola persona, pues no se había obtenido la amplificación. Los que querían conocer lo que se radiaba se congregaban alrededor del oyente y este, como amplificador humano, transmitía lo que le llegaba a través de las ondas electromagnéticas.
Con la invención de la válvula termoiónica, los llamados «tubos» de vacío, la señal pudo ser amplificada y todos podían disfrutar al unísono de la radio, en algunas oportunidades muy bajito para no despertar sospechas, como cuando en el, hoy fuera de uso, radio Emerson, mi padre oía desde la Sierra Maestra la voz de Violeta Casals, que con el control de volumen casi en el mínimo, estremecía la casa cuando anunciaba: «Aquí Radio Rebelde», y mi mamá exclamaba asustada: «¡Baja eso!”.
Los transistores fueron desplazando a las válvulas y dieron paso a la miniaturización. Ahora el radio se podía sacar de la casa y entonces nos reuníamos en el parque a oír un antológico programa de la matancera Radio 26: Tiempo A, con todos aquellos éxitos de la Década Prodigiosa. Claro, era muy afortunado aquel que tenía un radio portátil, por eso cuando había un acontecimiento importante, como aquellos Campeonatos Mundiales de Béisbol que no se transmitían entonces por la televisión, se colocaban bocinas en el parque y, como si estuviéramos en el estadio, en el Quisqueya, saltamos de alegría y nos abrazamos cuando Jesús Torriente le ganó al equipo de EE.UU. y después el Curro Pérez coronó el triunfo definitivo de Cuba. Estos éxitos ahora los celebramos, si acaso, en la sala de la casa cuando a un vecino se le rompe el televisor y, obligado por las circunstancias, nos acompaña.
La televisión fue desplazando a la radio, pero no en todas las casas había un televisor, entonces íbamos a lugares públicos a verla. Allí había que coger puesto para poder tener acceso a la imagen en blanco y negro. Como es natural, este sitio de encuentro permitía la comunicación interpersonal —no pocas veces acaloradas discusiones— e intercambios de puntos de vista. La pelota, los desfiles militares en la Plaza de la Revolución, se podían disfrutar visualmente, como si estuviéramos allí o hasta más virtualmente cerca que los que estaban en el estadio o la Plaza.
Primero a tubos, los televisores Krim y otras marcas menos extendidas en Cuba, inundaron las casas —seguíamos en blanco y negro—, después otros tipos transistorizados y, posteriormente, los circuitos integrados. Llegó también la TV a color.
Los tocadiscos, en un inicio también de tubos, evolucionaron electrónicamente, pero sus discos de acrílico no resistieron ante los soportes magnéticos y la digitalización. Aparecieron otros reproductores de audio, y en particular de video, ahora para ver una película no hay que ir al cine, antaño punto de reunión de amigos y de encuentro de enamorados. La pregunta «¿qué ponen en el cine hoy?», ha cedido a «¿ya viste la última de Harry Potter?, yo la tengo». ¡Qué comodidad!, en short y chancletas y a la hora que se desee, más categóricamente, cuando nos dé la gana, tenemos el cine en la sala, y por qué no, en el cuarto, sin que nadie nos perturbe y así cada cual en la casa oye y ve lo que más le plazca.
La discman permitió «cargar con la música a otra parte», pero se siguió miniaturizando y el mp3 resultó más funcional; el mp4, permite música y video, o sea, podemos estar «reunidas» físicamente varias personas, pero en la realidad cada cual está absorto en su mundo… ¿Será este el futuro que nos espera?
*Profesor del Instituto Superior Pedagógico de Matanzas