Con su lente que mira y atrapa donde otros quizá no vean nada hermoso, el amigo Kaloian atrapó y me hizo llegar imágenes de tendederas en Caibarién, ese pueblo de pescadores al centro de la Isla.
Y no sabe hasta qué punto tan dormido de mi espíritu llegó con su obturador, pues a ese lugar estaba unido por sus raíces mi abuelo paterno, quien, según me han contado, conocía el secreto de la carpintería y los misterios con los cuales se hacían las embarcaciones.
El solo nombre de Caibarién me enternece. Y de especial modo, si de pronto un amigo me muestra a ese universo con sus tendederas al aire libre, como para recordarme que el cubano gusta de orear sus cariños y costumbres leves, sin que por eso sienta la menor vergüenza.
Las ropas en la tendedera son mapas de nuestras voluntades: gritan los colores alegres (así como solemos gritar con la voz, o con los ojos, o con las manos); provocan asombro por la ingeniosidad de que se haya acomodado mucho en poco espacio; y hablan de una pulcritud que a veces no se detiene ni ante un día plomizo.
Llenar tendederas es uno de nuestros actos más recurrentes y placenteros. El ritual se repite una y otra vez, con gran frecuencia, casi siempre con un lugar memorizado en la soga para cada atuendo (por lo general atuendo de las mil batallas); casi siempre con una paciencia que permite llegar hasta la última prenda del hogar.
No olvidaré nunca mi paso por la castigada tierra de Pinar del Río, en el año 2008, tras el paso devastador de los ciclones Ike y Gustav. Todo era gris y triste. Hubiera parecido que la vida y la esperanza se hubieran esfumado de aquel adolorido paisaje, de no ser por las tendederas cubanas, tenaces cordeles de la existencia, batiendo al viento los colores y los sueños todavía intactos de la gente.
Fueron ellas —lo recordaré siempre— la primera señal de que los habitantes castigados por la naturaleza estaban dispuestos a empezar de cero, porque tenían consigo la memoria y los deseos de seguir adelante.
Definitivamente la obsesión del cubano por el buen olor, por una limpieza a prueba de todos los golpetazos del trópico, tiene uno de sus puntos cardinales en ese hilo que sujeta las telas en las cuales dormimos los sueños, o con las cuales nos vestimos para trabajar, festejar, amar.
Las tendederas son como partituras que lucen sus notas en los espacios más urbanos y congestionados, y también en los más tranquilos y recónditos. Estarán siempre ahí, hasta el final de los tiempos, balanceándose en los escenarios del día a día como íconos invulnerables de la humildad y la transparencia.