En el siglo XIX, cuando no había nacido siquiera el abuelito de Osama bin Laden, ni la palabra «talibanes» aparecía aún en ningún diario occidental, ya Afganistán era un pantano para las tropas británicas.
Según el libro del historiador norteamericano Frank L. Holt, Alejandro Magno en Afganistán, rico en detalles, de las dos intervenciones militares del Reino Unido en ese país en el siglo XIX, la primera fue catastrófica: ante la rebeldía afgana, unos 4 500 soldados de Su Majestad y 12 000 civiles acompañantes se retiraron de Kabul en 1842, en pleno invierno, y fueron muriendo poco a poco en el camino, hasta que solo quedó uno, ¡uno!, para hacer la historia. Las anécdotas refieren cómo, obligados por el hambre, agotados todos los recursos, llegaron incluso a comer pieles de ovejas, fritas en su propia sangre.
Hoy no comen cuero de chivo, pero a veces, por falta de medios, deben utilizar los de otras fuerzas. Como le ocurrió al propio jefe de Estado Mayor, general Richard Dannatt, quien tuvo que viajar a una región del país centroasiático en un helicóptero de EE.UU.: «Evidentemente —confesó—, si volé en una aeronave estadounidense fue porque no tenía a mi disposición un helicóptero británico».
Tales carencias, sumadas a los tristes progresos en una guerra que ya dura demasiado, y a la muerte de 22 de sus 9 000 soldados solo en julio (191 desde 2001), tienen hasta el último pelo a los ciudadanos británicos. Una encuesta publicada por el diario The Independent reveló que el 52 por ciento piensa que es hora de largarse de allí, el 58 estima que los talibanes son invencibles, y el 75 cree que las tropas están desprovistas de los equipos necesarios.
Pese a ello, el primer ministro laborista Gordon Brown, dueño y señor de una impopularidad en alza, cree que la cosa va bien, y que la operación Garra de Pantera, emprendida en la explosiva provincia de Helmand, da fruto. No será la primera vez en la historia en que el pueblo ve claramente cómo un tren se descarrila, y al gobierno le parece que va por rieles confiables. Iraq, por ejemplo, se estrelló hace tiempo, y los maquinistas siguen aferrados al timón, mientras la insurgencia, armada de paciencia, espera que estos saquen el pie en algún momento.
Para comprender qué «bien» le va al Reino Unido en una guerra que, tal como la de Iraq, tampoco aprobó la ONU, leemos los testimonios atrapados por el diario escocés The Scotsman, reveladores de una percepción peligrosa: los afganos piensan que los británicos ayudan a los talibanes, en lugar de combatirlos. «Desde que llegaron las tropas británicas, no podemos siquiera salir de nuestras casas, porque hay minas dondequiera. (...) Hay talibanes en todos los sitios», dice un ex comandante de la policía local.
«Durante los pasados siete años —asegura un comerciante— nadie ha sido castigado por ningún crimen. Y el dinero de la ayuda (internacional) desaparece. Los impuestos van a parar a bolsillos privados, no a la gente pobre». Si prevalece esta impunidad, agrega, los británicos «no podrán traer seguridad en 50 ni en cien años».
Vuelvo entonces al libro de Holt, quien cita al teniente general sir Frederick Roberts, al mando de decenas de miles de efectivos en la Segunda Guerra Afgana (1878–1880). Su experiencia no debió ser particularmente gozosa cuando, al finalizar la matanza, recomendó: «Puede que no halague demasiado nuestro amor propio, pero creo estar en lo correcto cuando digo que cuanto menos nos impongamos a los afganos, menos nos detestarán».
¿Alguien tendría la amabilidad de enviarle un ejemplar del diario de sir Frederick al señor Brown (y a otros...)?