Como quien ve caer una estrella fugaz y no alcanza a pedir un deseo pues quiere ver el brillo misterioso en medio de la noche, así me sentí cuando supe que Michael Jackson, «el rey del pop», había muerto este jueves. Su corazón se detuvo y no quiso seguir andando a pesar de que durante una hora un grupo de paramédicos luchó, imagino cómo, porque el miocardio recobrara el paso.
La noticia resultaba inverosímil, porque el Maikel se había convertido en una criatura etérea, casi traslúcida y muy delicada que yo me figuraba en un combate a brazo partido por la asepsia total, y hasta con cierto pacto con el más allá —quizá por su sonado y exitoso Thriller—. Lo cierto es que su ida a la altura de los 50 produjo un incendio en mi nostalgia y me llevó de la mano por honduras alusivas a la naturaleza humana y de este mundo nuestro.
Recordé de súbito a los amigos adolescentes de los años 80, esos que intentaban en cada esquina de la Isla desafiar las fuerzas gravitatorias como mismo hacía el ídolo. Aquellos pasos hacia atrás que solo él podía hacer como si flotara. Y el tarareo criollo, simpático, de un estribillo que traducíamos disparatadamente: «se me cae la trusa...». O el coro que tantos astros juntó por los niños de África, para decirnos que somos el mundo.
Nadie negará a estas alturas que el Maikel era algo único. No debe sorprender que los internautas hicieran colapsar por momentos algunos sitios web mientras se abría paso la noticia del fallecimiento; ni que se hayan disparado las ventas de las canciones del artista musical más premiado de la historia, quien llegara a vender en toda su carrera cerca de 750 millones de discos, y quien hiciera donaciones millonarias a obras caritativas.
La actriz italiana Sofía Loren, amiga de Jackson, afirmó sentirse «devastada» por el suceso y ha pedido que él encuentre la paz que no tuvo; Madonna lloró a mares; el ex Beatle Paul McCartney ha estado muy triste; y Steven Spielberg, ese genio del séptimo arte, afirmó que nunca habrá nadie comparable a Michael Jackson, como no habrá otro Elvis Presley, porque su capacidad, talento para asombrar y misterio lo han hecho leyenda.
Le habíamos perdido la pista a este ícono del arte cuyo hilo de vida tuvo tramos sórdidos de asuntos con la ley; a este hombre que decidió blanquearse hasta extremos desconcertantes; que tuvo hijos y solía cubrirlos excéntricamente cuando salían al público; a este ser insólito que declaró tener un niño dentro de sí, y que tendía puentes obsesivos hacia los pequeños. Ahora sabemos que se preparaba para dar conciertos en Londres, que estaba lleno de deudas y se sentía cansado.
Dejó tras de sí la estela de su contradictoria fibra. Llegó lejos, como quien halla la alquimia de los ensueños. Dicen los forenses que en cinco semanas se sabrá si envenenó a su corazón con algo. La intuición me susurra que ese ganador de una ruleta donde todo es posible —lo mismo el fango que las lentejuelas— se fue quedando algo solo, entrampado en sus angustias, buscándose desesperadamente, quizá preguntándose como el más frágil de los mortales en este planeta huérfano de fe, cómo seguir adelante mientras sostenía la carga de su descomunal e inolvidable talento. Y esa angustia solo la sabrá él, si es que existe el más allá.