Así como conservamos con amoroso celo cartas y fotos familiares también deberíamos proteger con elemental esmero los patrimonios monumentales. Unos representan tesoros de nuestras historias personales únicas; los otros cuentan sobre episodios y protagonistas gloriosos de la historia grande de la nación de la que somos partes inseparables.
Al igual que nos preocupa e interesa el buen estado del techo y las estancias que nos cobijan, tendríamos que cuidar los árboles que nos acompañan en el hábitat donde residimos como humanos universales.
Patrimonio y naturaleza se han convertido en los últimos tiempos en blancos frecuentes y hasta continuos de una oleada de depredaciones que agreden los humanos ámbitos espirituales que marcan lindes con los animales, y que han renovado el alerta indispensable de medios periodísticos.
Para justificar tamañas mermas de sensibilidades no faltarán quienes pretendan achacarlo a las presentes tensiones de la vida material, como si no fueran mucho menores que las que hubo que sortear en otros tiempos, de las que fui testigo, cuando estaban sobre el filo de la navaja el empleo, la amenaza del desalojo habitacional y la comida que llevarse a la boca. Y sin embargo, el respeto a los monumentos constituía un valor fuertemente arraigado. ¿Acaso no fue por esto último que un líder universitario llamado Fidel Castro desató una movilización popular sin precedente para desagraviar la figura de Martí escarnecida por marines yanquis en el Parque Central?
Alarma en verdad que ese mismo sitio se convierta en merendero de turistas, que en víspera de la inauguración de una estatua de un prócer de nuestra América en la calle G se le arrancara la placa con la leyenda, que se estamparan grafitis en otros, o como ocurrió con la imagen del célebre músico vienés Strauss, derribada primero, desaparecida después, por no volver sobre la consabida sustracción de los lentes de John Lennon, o la reducción de los monumentos a escenografía para banalidades.
Tal vez sería bueno que ante semejantes vandalismos, los escolares más próximos ofrecieran un desagravio, sin aguardar forzosamente por orientaciones de «arriba», sin campañas ruidosas ni exhibicionismos que siempre terminan siendo «flor de un día» sino como respuestas casuísticas articuladas con el proceso mismo de formación de futuros ciudadanos más cultos y sensibles. Para que niñas y niños con su ejemplo avivador despierten adormecidas vergüenzas adultas, sacudan indolencias e indiferencias, modorras juveniles con fetiches de tecnologías de consumo, a espaldas de los símbolos forjadores de lo que hoy somos.
En cuanto a los árboles, que tanta sombra y esplendor han dado a mi familiar Vedado, hoy parecen sollozar en espera de que en algún momento sufran la tala indiscriminada, el desmembramiento brutal o el calcinamiento injustificado. Sé muy bien que los hay centenarios cuyas raíces rompen aceras y hasta se introducen en cisternas, y pueden requerirse decisiones radicales, al igual que la poda cuidadosa de ramas que entorpecen los tendidos eléctricos. Pero de ahí a las agresiones sin ton ni son se extiende una enorme brecha entre la racionalidad y la depredación incivilizada.
¿Cómo vamos a comprender y tomar conciencia de las amenazas que se ciernen sobre el medio ambiente global, si no comenzamos por proteger esa pieza clave tan cercana que es el árbol?