En ciertas noches no duermo tranquilo, aunque no soy el único. Algunos de mis conciudadanos dirán lo mismo: en ciertas noches no dormimos tranquilos; despertamos con frecuencia. Y si el desvelo fuese determinado porque nos inquietan los ruidos de las turbulencias donde el mundo se ha adentrado o por la ansiedad que condiciona los problemas y las dificultades de Cuba —inserta también en este mundo dislocado—, no resultaría tan preocupante el insomnio: tendría una razón constructiva.
Quizá alguna vez sea esa la causa: el disturbio de la corresponsabilidad social. Pero me refiero al ruido que dimana de la irresponsabilidad; el ruido estruendoso, machacón que produce cierta gente que prefiere vagar de noche y descansar de día, pero no como la lechuza de la fábula citada recientemente en esta columna, cuyo hábito dominante consistía en dormir de día y cazar de noche. Estos nuevos noctámbulos han elegido la noche para dañar colateralmente a los que duermen, en una diversión que parece demostrar cuán ancha es la libertad en Cuba, si asumimos la libertad como el privilegio de molestar, de crear problemas, de violar leyes sin que ninguna institución pida cuentas.
Remontémonos a los clásicos. ¿Quién dijo que la libertad era la conciencia de la necesidad? Al menos lo recordamos en algún texto de Engels; también Plejanov aludió a ese apotegma en su folleto El papel del individuo en la Historia. En fin, parece que el hombre empieza a ser libre cuando reconoce sus necesidades de modo que actúe consecuentemente sin convertirse en presa de la incertidumbre, la ceguera moral, el desamparo ante las fuerzas naturales o sociales...
Ahora bien, esta gente que nos quita el sueño desde algunas calles de La Habana, en particular los fines de semana, no creo yo que sean libérrimos ciudadanos porque tengan conciencia de su necesidad, sino más bien porque padecen la necesidad de la conciencia. Parece un chiste. Pero la situación deriva hacia una acumulación insoportable. La indisciplina social y la tendencia a negarse a convivir se van convirtiendo en norma. En norma de la impunidad.
Para vivir en la libertad hace falta abdicar de ella. Esta paradoja, que creo haber leído alguna vez en algún texto de Martí —tal vez una carta—, en su más hondo sentido entraña la necesidad de renunciar a la libertad vuelta libertinaje, para ejercerla en el «coejercicio» que implica la convivencia, esto es, la conducta que usa sus derechos hasta el punto donde empiezan los derechos de los demás.
No me lo adviertan: todo esto es conocido. Y si me he arriesgado a ser víctima de los lugares comunes del pensamiento, es porque en algunos lugares las malas acciones son también comunes. Nos hemos enterado por cartas a la prensa. Y también oímos el desmán de madrugada cuando en calles céntricas y en avenidas principales cierta gente planta su tertulia a gritos en un parquecito, en una parada, hasta casi el amanecer. Y venga usted, vecino, residente, a ponerse en situación de no poder cerrar los ojos, porque tampoco puede taponar herméticamente sus oídos. Y si al menos oyéramos alguna charla interesante. Desde luego, personas con semejantes hábitos de lechuzas indiscretas rara vez podrán armar una conversación edificante, culta como mínimo...
Pobre libertad que la confunden y la maltratan. Pobre libertad que gana pábulo ante la pasividad de reglas y leyes que prohíben los agravios al orden social. ¿Acaso las leyes duermen de noche? ¿La armonía social es solo posible de día porque en horas nocturnas descansa? Sí, claro, Cuba tiene otros problemas, otras inquietudes. Hemos de garantizar la seguridad nocturna; impedir la mano que roba o juega al contrabando con los alimentos de todos. ¡Hombre! Venir a preocuparse por el bullicio, el escándalo que altera el sueño de muchos que mañana se dedicarán a esa bobería del trabajo. La calle no tiene dueños, aun sin sol.
Ante estos hechos y estos razonamientos, tan verdaderos como aquellos, parece que nos falta la conciencia de la necesidad... de corregir cuanto desborda el ámbito de las leyes. Porque uno de los estimuladores de la indisciplina, que luego recala y se fortalece en el vandalismo, es la pasividad del orden, cuya inconciencia conduce fatídicamente a la impunidad. Y aunque el ruido a deshora, a contrapelo de las costumbres y las leyes, se concentra, por lo oído, en los puntos céntricos, cuantos vivan alejados de los parásitos que estorban la paz de las almohadas, han de aguzar sus sensores, porque las inundaciones empiezan siendo un casi imperceptible rumor como surgido de una caverna...