En el recinto, el incesante «flasheo» de las luces ilumina y opaca rostros a intervalos, mientras la mayoría de los asistentes prueba soltura al compás de la música. Con algún que otro trago los amantes del sabor etílico se estimulan desde temprano. Hasta los que no acostumbran a degustar bebida aprovechan la ocasión para romper la abstinencia frente al ardiente brebaje ambarino. ¡Venga fiesta grande! ¡Aquí sí hay grata diversión!
Entretanto, una voz medio ronca y con donaires de carisma irrumpe «a todo micrófono»:
Vamos caballero, cómo suenan esas palmas: Ppa, ppa, ppa, ppa... Más fuerte, más fuerte que no se oye. Ahí, ahí. Eso. ¡Qué bien! Vamos, un gritico por aquííí, una bullita por allááá, otro gritico por acááá... Essso, eso es. Hoy si la voy a poner buena, como te gusta a ti, mi chiquitica, mi bombón, mi «cosa rica».
Los bailadores corean y aplauden en pleno entretenimiento, intentando olvidar ansiedades y bostezos. Cada vez son más los que vociferan, los que aumentan las contorsiones de su cuerpo sin exaltarse por un pisotón, un codazo o el roce abrupto de un desconocido. Todos están en lo suyo, o mejor dicho, con los suyos, a la suerte de los antojos verbales de un «simpático animador»:
Vamos, canten conmigo, cómo dice ese coro... Vamos, repitan ahora: ... Cuando te coja yo te voy a dar... Tú sabes lo que yo te voy a dar, cosita linda. A ver, a ver, hace calor, ¿eh? A ver, quién es la primera que se va a quedar en ropa interior. No te rías. A ver, cuál es... Y seguimos, mi gente. Esto no para hasta mañana...
Por unos minutos el escenario queda a media luz. El ritmo de una balada «medio dulzona» sugiere pausa ante el probado desenfreno. De nuevo la pista se calienta. Se escucha reguetón, casino, discoteca. Reguetón, reguetón, discoteca, reguetón, reguetón y... ¡reguetón!
Si bien el desbalance en la selección musical evidencia el desaliño propio de algunos que operan equipos de audio y platican por el micrófono, la falta de una concepción y/o dirección artística, encargada de convertir los diversos elementos de un espectáculo —dígase luces, escenografía, vestuario, música, y muchos más— en un todo armónico, es muchas veces la causa de excesos e insultantes discursos en sitios como este, donde vulgaridad e impertinencia pueden andar impunes.
Si para distraernos y compartir entre amigos hemos de corear frases soeces y repetir igual que papagayos las vergonzantes exhortaciones de un animador poco comedido y descortés, es casi preferible vivir del tedio y hasta limitarnos al escoger dónde tirar un pasillo.
¿Acaso alguien —díganme quién— está obligado a soportar la inescrupulosa sugerencia de quitarse la ropa públicamente, así los calores rompan termómetros?
¿Qué código exige tolerar en un sitio abierto al acceso de multitudes el dudoso denominativo de «cosa rica», y de tener que vocear canciones, por ejemplo, donde un instrumento musical se presta a una analogía de mal gusto, tan solo con el doble sentido de la indecencia y la desfachatez?
Preocupa cómo el vicio de aguzar el oído ante tamañas locuciones deviene preferencia de algunos, quienes suman tales fraseologías a su discurso como si fuesen sanas revelaciones de nuestra lengua materna.
Bien conoce el cubano —espontáneo, bullicioso y perspicaz— la holgada diferencia entre lo culto y lo popular, lo elegante y lo prosaico, lo chistoso y lo «pujón». Bastante dista un piropo sutilmente construido de la palabrería hueca y sin repello, ramplona y trivial, como la que pronuncian «sociables voces de aglomeraciones», que en ocasiones nos llaman «su gente» y casi nos fuerzan a levantar las manos. ¡Quién sabe si para rendirnos!