El ex presidente serbobosnio comparece ante el TPIY en La Haya. Foto: Reuters Hace un par de días, el ex presidente de la denominada República Serbia de Bosnia, Radovan Karadzic, compareció ante el Tribunal Penal Internacional para los crímenes en la antigua Yugoslavia. Había estado prófugo desde 1996, hasta que el 21 de julio fue capturado en Belgrado, la capital de Serbia, y fue trasladado a La Haya, Holanda, sede de la mencionada corte.
Sobre él pesa un manojo de cargos, desde el desgastante y cruel asedio de 43 meses a Sarajevo, la capital de Bosnia, entre 1992 y 1996, hasta la matanza de 8 000 varones musulmanes bosnios, en julio de 1995, en la aldea de Srebrenica. Madres y esposas de aquellos que murieron asesinados, seguían con dolor las imágenes de TV que mostraban al ex político serbobosnio, de 63 años y psiquiatra de profesión, cuyo nombre apareció con frecuencia en los despachos noticiosos de aquellos días.
Para calibrar más adecuadamente los hechos que se imputan al ahora procesado, habría que remontarse —aunque brevemente— a inicios de los años noventa. Con la caída del campo socialista europeo, Yugoslavia, un país formado por seis repúblicas (Croacia, Eslovenia, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Montenegro) comenzó a desintegrarse, y varias de esas repúblicas se constituyeron en Estados independientes. Sucedió que en Bosnia convergían tres minorías fundamentales: croatas, bosníacos y serbobosnios, y mientras los dos primeros grupos pugnaron por la separación de sus zonas de la Federación Yugoslava, los serbios buscaron la permanencia de Bosnia en este.
Según el prestigioso investigador español Josep Palau, el desastre que sobrevino después hubiera sido evitado sencillamente con un acuerdo entre las tres minorías: o se negociaba un estatuto de autonomía especial para los bosníacos, si la región quedaba dentro de Yugoslavia, o se arreglaba lo mismo para los serbobosnios, si Bosnia se encaminaba hacia su independencia.
Pero no. El líder bosníaco de aquel entonces, Alia Izetbegovic, animado por la prisa con que la Comunidad Europea reconocería la independencia de Croacia y Eslovenia el 15 de enero de 1992, quiso incluir a Bosnia en el mismo paquete, desechó toda posibilidad de acuerdo, organizó un referéndum en el que no participó la minoría serbia, y ¡zaz!, el 6 de abril, Bruselas reconoció a Bosnia como país soberano. En reacción, ese mismo día los serbobosnios proclamaron la República Serbia de Bosnia, cuyo primer presidente fue... ¡Radovan Karadzic! Y así, con una gran dosis de resentimiento, las partes se alistaron a resolver por las armas lo que no habían logrado las palabras.
Lo que siguió fue una violencia de signos muy variados. Como bien explica Palau, «las fuerzas serbias, animadas por la determinación de constituir a toda costa y rápidamente un Estado propio (...), hicieron mucho por merecer la condena internacional unánime que condujo a su aislamiento». Sin embargo, añade, «las expulsiones, como consecuencia de perseguirse la homogeneización étnica, las destrucciones de casas y lugares de culto, los asesinatos en aldeas desprotegidas, son recíprocos», y el comportamiento de los soldados bosníacos frente a la población serbia «no merece calificativo distinto al empleado para las situaciones inversas».
En cuanto al asedio a Sarajevo, el ya extinto reportero español hace notar lo indiscriminado de los ataques por parte de las tropas serbobosnias (cuyo comandante supremo era, precisamente, Karadzic), pero no deja de censurar la práctica, muy empleada por los gobernantes bosníacos, de provocar a sus adversarios para obtener respuestas propagandísticamente rentables. De tal modo, lo mismo disparaban a los serbios desde hospitales o escuelas, para buscar una represalia brutal, que autobombardeaban —¡autobombardeaban!— sitios civiles bosnios. Hasta ese punto llegó lo irracional de esa guerra.
Ahora, el ex presidente serbobosnio responderá por lo que hizo. Quizá también por lo que no hizo. Pero, de lo que no cabe duda, es de que no fueron solo él y sus subordinados quienes lo hicieron. ¿Acaso habrá espacio en el banquillo para algunos de los que, sin darles tiempo a los procesos políticos internos de Yugoslavia, y sin entrar a considerar sus complejidades étnicas y religiosas, se tomaron la libertad de empezar a reconocer nuevos Estados? ¿No habrá un filito tal vez para que se sienten los que no dudaron en sacrificar a la población de Sarajevo, a sus mismos compatriotas y vecinos?
No, no lo habrá. Contra toda evidencia, en La Haya prefieren creer que la vaca tuvo un solo matarife.