El tumulto se mueve como un mar encrespado. Son cientos de personas que ríen, conversan unas con otras, se abrazan. Poco a poco se van despojando de sus ropas, hasta quedar en pelotas. Ya todos en sus puestos, una mirada a la cámara: «Quietos... —¡flash, flash!—. «Okey, thank you!».
Se trata de las fotos colectivas del artista estadounidense Spencer Tunick. Una de las últimas fue el 18 de agosto de 2007 en los Alpes suizos. El paraje escogido fue el glaciar de Aletsch, cuya masa de hielo se redujo en 115 metros en los últimos dos años, muy a tono con el ascenso de las temperaturas a nivel global. Y el objetivo declarado de que tantas personas posaran desnudas en dicho sitio, era llamar la atención sobre ese fenómeno climatológico...
¡Hum! Sí que es singular manera de denunciar la devastadora acción del consumismo sobre el medio ambiente. La conexión mental sería sencilla: como la Tierra va convirtiéndose en un horno errante en el cosmos, ya podemos incluso desnudarnos en estos parajes cada vez menos blancos.
Podría ser esta una de las más encomiables ilustraciones en las que el cuerpo humano aparece sin los velos que lo cubren desde hace algunos miles de años, cuando la especie cayó en la cuenta de que debía ocultar ciertas partes de su anatomía al menos con piel de oso. Y digo que podría ser quizá loable, porque se aparta de las recurrentes imágenes del desnudo como incitación a la compra de un producto; esas ante las que el cerebro del televidente debe hacer gárgaras de neuronas para intentar explicar la conexión entre el ronroneo de un Mercedes Benz y las onduladas formas de la joven rubia que lo acaricia desde la pantalla.
Pues bien, protestar contra la depredación de la naturaleza y los efectos del cambio climático, urge, pero ¿no sería más oportuno —digo yo— que unos cuantos miles de los que han posado para Tunick se pusieran las ropas y echaran al cesto los hábitos de consumo compulsivo que traen patas arriba a este planeta? ¿No sería más apropiado, tal vez, que acudieran organizadamente ante los parlamentos de sus países —generalmente industrializados— a hacer escuchar sus voces y presentar ideas concretas?
Por supuesto, no dejo de reconocer la osadía y la genialidad. Lograr que tantas personas accedan a quedarse con el traje que les regaló Natura y posen armónicamente ante el lente, demuestra que Tunick posee talante de innovador, si bien algo parecido ya se les ocurrió en su momento a los antiguos griegos, o a los renacentistas que inmortalizaron en lienzos a sus eróticas Venus. Porque, en un final, queda muy poco de nuevo bajo este sol que nos alumbra.
Sin embargo, la sesión fotográfica en el glaciar, y otras muchas, convocadas por el artista en otros puntos del planeta, dicen bastante de que, mientras las estaciones derriban y hacen brotar cíclicamente las hojas de los árboles, mientras se derriten los hielos milenarios y a los jóvenes nos salen las primeras canas, cualquiera que levanta una pancarta para subvertir reglas —de convivencia social o familiar, o simplemente de comportamiento adecuado— halla cada vez más seguidores, vestidos o en cueros. Si la causa es positiva, bien, y si no hay un motivo siquiera, ¡pues también! La cosa es salirse del carril común, sea en una plaza de la capital mexicana o en una montaña suiza.
Mis reverentes respetos, no obstante, a quienes vean el asunto de otra manera. De todos modos, aquellos que crean tener a mano la explicación más apropiada a esta rara ocurrencia de agolpar cuerpos desnudos, piensen primeramente si derribar los límites de la intimidad no habla más bien de una contemporaneidad moralmente afiebrada. Quebrarlos por simple capricho, por excentricidad, por la dogmática «verdad» de que hay que ir «contra todos los dogmas» —y quién sabe si por dineros y fama—, puede resultar peligroso en esta modernidad saturada de la engañosa ley: «Eres libre, ergo, ¡haz lo que quieras!».
Si alcanzaran algunos cientos de personas —tan vestidas «como Dios pintó a Perico»— para modificar las pésimas actitudes hacia nuestros semejantes y hacia el medio natural, de seguro la cada vez más acendrada costumbre de echar a un lado las ropas, o de recortar al máximo las telas, rato ha que nos hubiera brindado un planeta de aires limpios y sin bombas nucleares.
Yo, por si acaso, y para no desentonar, estoy considerando posar desnudo sobre una baranda del puente Almendares, para hacer sentir mi enojo por la contaminación del río. Pero mi anticuada esposa —ignoro por qué— se opone.
Quizá tema que alguien avise a Spencer Tunick...