El ómnibus llegó a la parada de improviso, aunque muchas personas lo esperaban desde hacía buen rato. Hacia la puerta del vehículo—todavía cerrada— se abalanzaron decenas de estudiantes que, día a día, recurren a esta ruta para llegar a la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, ubicada a más de cinco kilómetros de la ciudad de Santa Clara.
El chofer, molesto por el creciente desorden, decidió cerrar el acceso por la puerta trasera, después que se bajaron los pocos pasajeros que habían arribado a su destino, y esperar unos minutos con la puerta delantera también clausurada.
Pero la insolencia comenzó a regarse, como pegajosa actitud de «rebeldía» entre jóvenes aferrados a la absurda idea de burlar el orden. Al parecer, todos pretendían ascender al mismo tiempo.
Enseguida la multitud de comediantes «baratos» iniciaron sus propuestas al público, en un intento por ganar las carcajadas de los otros que, como ellos, protagonizaban una asombrosa expresión de indecencia.
Sobrevinieron entonces las ofensas ocasionales y los ya no tan ocasionales agravios en escenarios de riñas y tumultos populares. Palabras archiconocidas, avaladas por la «Academia de la Lengua de la calle» para expresar estados agresivos, fueron varias veces proferidas contra el conductor.
Ante el terrible desconcierto, al ultrajado no le quedó otra alternativa que romper la inercia momentánea y marcharse bastante enfurecido, con el carro casi vacío. No es la primera vez que sucesos como estos tienen lugar, justamente, frente a la entrada principal del más importante recinto universitario villaclareño. Paradójico, ¿verdad?
Traigo a colación esta desagradable historia, porque el curso de la vida misma va demostrando cuánta inconstancia existe a veces entre la erudición y las más elementales normas de cortesía, transmitidas desde edades tempranas, y prestas para ser demostradas en incontables instantes de nuestra acelerada cotidianidad.
Contrario a lo que se aspira, el aprendizaje de fórmulas y métodos analíticos y de grandes volúmenes de información, no siempre se traduce en una correcta vocación humana, tan necesaria para el sostenimiento decoroso y feliz de una sociedad como la que estamos construyendo a diario.
Con esto no pretendo, en lo absoluto, minimizar las innegables capacidades transformadoras y creativas de muchos jóvenes, a los que les sobra intelecto y conciencia revolucionaria a lo largo de esta Isla para hacer coincidir verdaderamente la educación y la cultura.
¿Acaso puede ser aceptable, desde la lógica de un futuro profesional, la ocurrencia de un espectáculo tan reprochable como el narrado?
En cambio, conozco muchachos nacidos al pie del surco, instruidos desde edades tempranas en una apartada escuelita rural casi perdida en los confines del paisaje campestre, que desde entonces cultivan el respeto colectivo como evidencia mayor de las enseñanzas recibidas. Ellos aman la caballerosidad como pocos amigos citadinos.
La pulcritud del espíritu comienza por uno mismo y se prueba en los habituales avatares de cada jornada, propios de nuestra existencia social. ¿Habrá que instituir alguna licenciatura o maestría en Educación Formal para aprender, además de cuentas y lecciones académicas, a respetar a quienes nos rodean? No lo creo. Mientras tanto, la vida sigue, Cuba anda, y el ómnibus de aquel vejado chofer aún se detiene para montar a su pueblo, y entonces, con él a cuestas, seguir indetenible.