Qué quise decir la semana pasada cuando escribí, entre otras afirmaciones, que nos estamos habituando —uso el plural para incluirme, porque no escribo desde fuera—, a poner la solución de los problemas solo en la gente, en el esfuerzo de la gente sin considerar el papel de los medios de trabajo, su organización y las modificaciones imprescindibles y urgentes que los dinamicen creadoramente.
¿Qué quise decir? Nunca pretendo decir, trato más bien de decir. Esto es, no envío mensajes sibilinos, subliminales. Quise decir y dije eso mismo que usted acaba de leer. Fue una acotación particular dentro de aquel tema. Ahora, quizá, pueda desarrollarla.
Podría haberme referido entonces, si el espacio me lo hubiera permitido, a los pormenores de mi alusión y me hubiese apoyado, como ejemplo, en la productividad del trabajo. He leído u oído en ciertos informes que, a pesar de que ha habido algún aumento de salarios, la productividad no se ha comportado proporcionalmente. Traducido a un lenguaje más claro, la observación puede significar que los trabajadores ganaron más, pero no trabajaron con la misma intensidad. Así, más o menos. ¿El sentido común, la verdad científica acompaña a esas opiniones? ¿Son exactas? ¿Justas, como mínimo? No del todo. Plantear el problema de la productividad exclusivamente como una relación entre el dinero y el resultado del trabajo, es reducir el alcance de esa categoría económica. El juicio se queda a medias, y uno lo asume como si se quisiera poner el problema en un solo lado. ¿Me equivoco?
Tal vez la intención no sea reprobar o culpar a la gente. Pero exponiendo el problema así, como una puja entre mayor salario y menos productividad, qué podríamos sugerir: que los trabajadores mantienen una actitud negativa, que son indisciplinados, incluso ingratos con un proyecto social que los ha redimido, y todo lo de más que podamos suponer sin tasa.
No deseo a mi vez reducir la responsabilidad de los trabajadores. Ni justificar a los que incumplen. Cada cual ha de hacer cuanto le corresponde. ¿Claro? Pero quién no conoce a trabajadores que en algún momento de estos últimos años, laboraron hasta sin zapatos. Quién no sabe de muchos que madrugan para compensar las desventajas del transporte y llegar a tiempo; quién no sabe de otros que inventan soluciones para que el trabajo no se detenga... Y quién no conoce a muchos obreros, empleados, técnicos y profesionales que se sienten limitados por la impotencia, porque no pueden paliar las dificultades que los aquejan o las contradicciones que limitan su dedicación, pues no dependen de sus iniciativas, ni siquiera de sus decisiones. Dependen, en efecto, de otras voluntades...
Por lo tanto —y me expongo a descubrir el agua tibia de la teoría— la productividad no depende solo de las reservas subjetivas de los individuos, ni de mayores ingresos. También del ambiente, las condiciones y los medios de trabajo; de la organización productiva y las fórmulas de pago; de la democracia y el clima laboral; de una creadora socialización del trabajo y la propiedad, y del efectivo trabajo de dirección... Estas, y otras, son, sobre todo, las reservas que aún me parece no se utilizan plenamente para potenciar la acción humana. Quizá en una empresa que discurre bajo las normas del perfeccionamiento, las cuentas sean otras. Pero, lamentablemente, todas no se cobijan bajo este sistema.
A mi modo de ver, hemos de modificar ciertos conceptos. Porque evidentemente sin zapatos no se avanza mucho; madrugar en exceso puede hacerse hasta una hora racional; intentar destrabar el trabajo y la productividad solo con la voluntad y la imaginación, termina en fracaso cuando uno aprecia que resulta inútil la insistencia... Fidel una vez hizo una advertencia memorable: inventar un falso enemigo, significa rehuir al enemigo verdadero. Con esta cita afirmo que exaltar una causa, una sola, a rango supremo, puede implicar que alguien se olvide de las demás, que suelen ser tan o más importantes. Y por acometer una causa entre tantas de pareja influencia, las consignas pueden convertirse en papel, y el trabajo político en retórica, y la educación económica en un proceso baldío, porque realidad y teoría discurren por lados opuestos. Más que formación económica para los trabajadores, digo de paso, hace falta información y dirección económica segura de sus fines y congruente con sus posibilidades.
Bueno, con todo esto no he querido decir algo. Modestamente lo he dicho.