El húngaro Paul Tabori escribió un libro que uno ha de leer más de una vez: Historia de la estupidez humana. La edición que conservo cuenta con más de 600 páginas. Gruesa historia, ¿eh? Pero nunca tan gruesa como para decir que está completa. El propio autor dice, después de poner el FIN, que la estupidez no termina: se repite y acumula nuevos folios.
Evidentemente, resulta un libro curioso. A quién no le gusta conocer las estupideces ajenas. Porque desde luego, ninguno de esos episodios que Tabori cuenta va conmigo. Así solemos pensar. Si fumo, el cáncer consumirá a otros; si soy promiscuo sexualmente, el sida no tiene por qué alquilar una habitación en mi organismo y empezar a debilitarme. Para eso, para contraer males mediante hábitos negativos, están los demás... Yo seré siempre un elegido de la fortuna. Y ya vemos cómo, con esas actitudes, ingresamos en esa historia de la cual queremos excluirnos. ¿Yo estúpido?
Hay diversas maneras de serlo. Por ejemplo, dice Tabori que el papeleo es la estupidez más costosa de la historia. Señala otras manifestaciones. Pero no recuerdo si cita a la mentira como una de las formas más tontas de la estupidez. Debe haberla tenido en cuenta. Pero si no la tuvo presente, se la sugiero. Y la expongo como a Tabori le gusta, mediante una breve anécdota —¿debo aclarar que verídica? Un director llamó a uno de sus administradores preguntándole por tal tarea (ponga usted los nombres de personas, cosas y lugares). El subordinado le respondió diciéndole que usted, director, nunca me ha asignado recursos para acometerla. El jefe cambió el tema, y cuando se marchó, el otro comentó con alguien que estaba al lado: Sabes por qué me pregunta: porque ya la reportó a la provincia como terminada...
Nadie se asombre. Esto que digo no es nuevo. Raúl habló de ello hace unos meses. Yo mismo he retomado el tema. Me acuerdo de aquel artículo de Bohemia, en los 90, titulado Esa vieja dama indigna. Poco cambian las cosas. La mentira sigue usurpando la dignidad de los métodos de trabajo. Y el que la usa —digo con respeto— se adscribe al casillero de las estupideces. No decimos acaso que más pronto se agarra a un mentiroso que a un cojo y que para decir mentiras y comer pescado hay que andar con mucho cuidado...
Ahora bien, cuáles son las causas de la falsedad en ciertos informes y partes, evaluaciones y pronósticos. El periódico no me cede espacio para abrir un hueco en el piso y pasar al subsuelo. Solo puedo insinuar, en términos generales, que la ética se nos ha escurrido por el camino de las conveniencias, la doble moral y el papeleo burocrático. Pero, además, si aún algunos prosiguen usando la mentira como técnica de rendir cuentas, es porque detectan un agujero negro en instancias que deben exigir la verdad y solo la verdad y que, en cambio, se contentan con cualquier número o dato y soslayan confirmar la realidad que les llega en papeles y frases cuadradas. Entre los revolucionarios —pensará alguien— no debemos andar con esa bobería de estar desconfiando. Y quizá otro se recomiende a sí mismo: Suave, suave, que la exigencia es un bumerang...
Así, pues, quien no confirma y fiscaliza, tácitamente admite que le tomen el pelo, o deja campear libremente esa forma de estupidez por nuestra economía y nuestra sociedad.
Claro, también estar demasiado seguro de que nadie me puede engañar, a mí, el bárbaro, es un modo de ganar un sitio en la historia...