Una hermosa muchacha llamada Nancy Uranga me observa desde cierta amarillenta foto de 1976, y me hace mil preguntas con esa mirada fija de los que parten precozmente. Ella y sus otros compañeros del equipo juvenil de esgrima no pudieron dar la estocada definitiva en su combate por la vida.
Nancy andaría ahora, quién sabe, con un nieto a cuestas, caminando por estas calles; enfrentando los complejos desafíos de la realidad cubana. Pero estaría, si no fuera por un asesino que anda suelto hoy, y por otros más sutiles y estratégicos que se esconden detrás del evidente, quien a fin de cuentas es uno más en la extensa galería de impunidades.
Nancy Uranga.
Como el de Nancy, hay mucho sueño talado aquí en Cuba, y fuera de ella; porque los misioneros de la muerte son milimétricamente eficaces en esas empresas del terror que no reconocen fronteras ni obstáculo alguno, cuando se trata de detonar y mutilar. En Italia hay un balón de fútbol inerte, sin las traviesas fintas de Fabio di Celmo. En Venezuela hay carne magullada, cicatrices de torturas con la autoría de ese orfebre de la violencia. Y hay más: maternidad segada en sus umbrales. En Centroamérica, jóvenes extirpados de este mundo...Y habrían sido muchos más, si no hubiéramos aprendido a defendernos. Serían mi hija, tu padre, su hermana; incluso quien ahora blasfema en una esquina. En un segundo el cruel zarpazo, y en tres días de gracia una orgía de sangre.
Pero el odio no puede cegarnos instintivamente, al punto de reaccionar ante el fenómeno casi con las hormonas y la reiteración. Nuestro mensaje, ya periodismo, ya propaganda, debe desbordar la justa pasión que nos desboca, e ir a desentrañar la esencia genética del mal: Posada donde se hospeda el odio, Carriles del terror; no es más que la punta del iceberg, un iceberg inmenso parapetado en medio de la travesía humana hacia la paz y la justicia.
El verdugo se mueve en un retablo que se resiste a clausurar la función. Y los hilos de sus desmanes los mueven otros posadacarriles más elegantes y pérfidos, desde esos despachos desde donde se pretende dominar al mundo apretando teclas y botones. Eso bien lo sabe Nancy Uranga, quien me mira desde una foto amarillenta de 1976.