«La “aventura” del probador puede tener los días contados. Se ha firmado un acuerdo con los representantes de la industria de la moda para homogeneizar las tallas de la ropa».
Lo anterior fue noticia de cabecera hace unos días en varios periódicos españoles. ¿Qué podría importarnos eso a nosotros? Punto menos que un comino, responderíamos al vuelo; aunque uno, quizá por esa tendencia innata del periodista a la asociación, unió un par de lazos imaginarios.
Si esta información fuera leída por algunos directivos, jefes comerciales y dependientes de tiendas recaudadoras de divisas, pensarían que se trata de un anacronismo, porque ellos les ganaron a los españoles: inventaron la talla única mucho antes.
El hecho se ha convertido en un fenómeno común en determinados recintos comerciales, en los cuales resulta difícil para el interesado recabar la búsqueda de una talla de ropa, un número de zapatos o el artículo que fuere, que no se encuentre en exhibición.
La respuesta es siempre la misma: «Solo tenemos la talla, que está en la vidriera».
Si la camisa es S y los zapatos el 46, y procuras otros números, tienes dos opciones: o compras o te vas. Así de claro, sin que parezca interesar cuán áspera resulta esta dicotomía para el cliente.
El abc del arte de la venta no encuentra acomodo en el alfabeto laboral de no pocos dependientes. Lo más elemental del mundo dentro del giro «sería» intentar satisfacer el pedido del comprador, quien hace uso de un derecho ineludible.
Pero no, «sería» pertenece a un modo potencial y dentro de muchos de estos establecimientos hay enigmas que se resuelven en un modo a todas luces imperativo. Las cosas no funcionan con arreglo a la lógica o a la historia.
La cortesía de ciertos dependientes hace agua; su desgano maltrata, y en ocasiones la impotencia del público cobra ribetes de desesperación, al comprobar cómo se hace caso omiso a su reclamo....
¿Y por el almacén? Bueno, por el almacén nadie ose preguntar. Esa sección del inmueble —cual armario de Las crónicas de Narnia...— constituye una zona misteriosa dentro de la tienda. Al menos para el cliente.
Conseguir que algunos a los que se paga por servir al público se molesten en localizar al almacenero, para que este a su vez rastree determinada talla de cualquier prenda, es una misión más imposible que las tres que le tocó enfrentar al Ethan Hunt de Tom Cruise.
Es emular a Marcel Proust en su búsqueda del tiempo perdido.
Por fortuna quedan oasis en esos desiertos de maltrato: están en el agua y los dátiles de vendedores de oficio, curtidos en el giro y dueños de una ética, quienes continúan haciendo bien lo suyo.
También en la atmósfera de otros lugares, donde las administraciones propician el intercambio de conocimientos y velan a pie juntillas por la disciplina e idoneidad de los trabajadores.
A diferencia de los otros, ellos no tienen una talla única en la mente, lo que les insufla ductilidad y comprensión, dones necesarios para entender que una regla prima de su trabajo, no importa que Plutón ya no sea planeta, sigue siendo la de complacer al comprador.