Miles de enfermeras polacas se lanzan a la calle en protestas laborales. La patronal, entonces, usa métodos «modernos», dignos de estos tiempos de compra y venta: si no cesan la huelga, se importarán otras miles de enfermeras rompehuelgas ucranianas. Y no es un error de este redactor: el verbo fue «importar», el mismo que se aplica a las naranjas y los automóviles...
Malas noticias para Polonia, la República Checa, Bulgaria, Rumania: la Europa de las panaceas, de la abundancia y la distribución más equitativa, se desmonta. Como el ciudadano que, cuando llega al mercado de los buenos precios, ve cómo se desarman las tarimas. «Lo siento, estamos cerrando; ha llegado tarde».
Y pasados de hora han llegado los nuevos a la Europa de las oportunidades. Algunos ni siquiera estaban preparados para alcanzar el listón que Bruselas les había puesto bien en alto, pero el apuro por zafarse de las influencias del pasado —léase Rusia— y hacerlas irretornables, había pesado mucho más.
Claro que, una vez adentro, no todo fueron abrazos. La riqueza del conjunto de novatos no alcanzaba ni a la media de los poderosos más añejos, y con disparidades tan evidentes había que adaptarse, hacer concesiones. Así, por ejemplo, se les prohibió proteger a sus empresas autóctonas, para que la poderosa VW pudiera campear por sus respetos en el sector automotor checo, mientras que Francia, fundadora del club, clasificó a su transnacional alimentaria Danone como «industria estratégica» para evitar su adquisición por la estadounidense PepsiCo. El patriotisme economique antes que todo... aunque no para todos.
Los demás, si querían entrar, tenían que jugar con otras reglas: las que Coca Cola y Microsoft dictan a los gobernantes de esa democracia de tan raro funcionamiento democrático que es la Unión Europea. Si es la salud la que hay que privatizar, si es la enseñanza, si son los hospitales, los manantiales o el aire, Bruselas debe presionar y facilitar las cosas, en nombre de las bondades del libre comercio, del «vale todo». Entonces los latidos del corazón de un agonizante salen en subasta, se les asigna un precio y se venden. ¡Viva la libertad, muchachos!
«Absorbidos», dijo un francés en el recién concluido foro habanero sobre Globalización, cuando quizá le hubiera gustado decir «integrados». Mejor, le quedó mejor así...
Una vez que la bandera celeste de doce estrellas ha comenzado a ondear, y mientras los fuegos artificiales proyectan sobre las plazas las sombras de imponentes edificios medievales, algunos piensan que es hora de tomar rumbo oeste —«¡ya somos europeos de pleno derecho!»— e irse a probar suerte a otras capitales. En Irlanda, antes tan preterida y ahora tan boyante, los albañiles del este encuentran empleo. Solo que harán el trabajo por menos de la mitad del salario de sus colegas irlandeses.
«¿Acaso no éramos iguales?»
Un empresario español se nos queja: «Somos hoy el país más invadido de la Unión». Y las barcazas de inmigrantes canarios, y los buques que cruzaban el Atlántico con tanto extremeño pobre, anhelante de regresar un día «con los bolsillos llenos de pesetas», se vuelven nada. Historia fantástica. No existió. «Por tanto, podemos protestar».
Sin embargo, calma, que no todos pondrán proa a la Península: se quedarán en sus poblados y ciudades a aguardar que el maná de Bruselas les llueva hasta encharcarlos. Mientras eso llega, millones de obreros polacos seguirán laborando entre 12 y 14 horas, esperando que un día se les pague; y otros millones con «mejor» suerte —aunque sus hijos no puedan esperarlos despiertos para un beso de buenas noches—, se resignarán todavía a percibir un sueldo menor que el de cualquier trabajador en el lejano Brasil.
Al menos allá la samba alegra la vida. Pero es muy duro bailar polonesas con tan escasa motivación.