Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Método más que resultado

Autor:

Luis Sexto

El domingo 22 leí en JR dos páginas muy alentadoras. Tan alentadoras que me impulsan a comentar algo de lo leído en el reportaje encuesta titulado Contra la subversión silenciosa del mercado, parte final de una serie. Me interesó, en particular, cuanto los especialistas dijeron sobre la calidad, que es una palabra repetida, deseada, programada, y que siempre se nos escurre sin alcanzar la categoría de concepto actuante en nuestra vida social y económica.

No debo desde luego repetir lo publicado el domingo 22 de octubre. Es un texto que obliga a reflexionar. Y como es costumbre en esta sección, eso es lo que ahora intentaré hacer acerca de la calidad. Conozco de antemano los reparos que me asedian. No soy filósofo, ni economista, ni otra cosa salvo periodista. ¿Qué podré añadir? Bueno, a título de periodista, que no me parece poco, empezaré a exponer alguna de mis observaciones.

Habitualmente creemos que la calidad es una categoría que se materializa en un objeto. ¿Producimos botellas? Pues en la botella hay que encontrar la calidad, y solo en ella. Pero, a mi juicio, compone una simplificación del concepto. Me parece entender que la calidad es, sobre todo, un método, una actitud en cualquier proceso social, político o productivo. Hablamos frecuentemente de eficiencia. La eficiencia, en una definición común, estricta, equivale al uso racional, justo, del gasto material en la producción. (Ciñámonos, sí, a la producción.) Y metido en esta teoría un tanto ardua, pregunto: ¿se puede ser eficiente y no lograr calidad en lo producido? Sí. Puede usted usar los recursos con eficiencia y hacer un mal producto.

No quiero aburrir. Sin embargo, he de decir que la eficiencia no lo es todo. No es la varita mágica que resuelve el problema de la calidad. Porque usted puede usar racionalmente una mala materia prima, y por lo tanto el producto hecho eficientemente no tendrá calidad si uno de sus ingredientes básicos huelen a desecho. Por tanto, es imprescindible la eficiencia y también la efectividad. Si el producto es efectivo, indica que productores eficientes tuvieron en cuenta el impacto positivo en el destinatario, en el comprador, el cliente o el consumidor.

Caramba, qué calidad podrá tener un producto elaborado en un centro donde la administración exprese solo relaciones de verticalidad, y cristales empañados separen talleres de dirección, y los trabajadores no sean tenidos en cuenta porque allí no rija la democracia productiva. Y qué calidad puede haber, repitamos la pregunta, en un producto al que, por ir destinado al mercado en moneda nacional se le rebajara un componente, pues, a fin de cuentas, lo esencial es que la calidad la posea el producto que va al mercado de exportación. ¿Digo acaso algo extraño? ¿Acaso no hemos producido sin calidad tratando de resolver necesidades? ¿Algunos entre nosotros no ha pensado que lo primordial es que haya pan, aunque salga chamuscado, duro, correoso?

Habrá que admitirlo honradamente. Nos ha faltado el método de la calidad. Hace falta creer, por encima de cualquier otra consideración, que cualquier servicio o producto ha de satisfacer, como norma, necesidades humanas y que sin el toque de lo cualitativo nada podrá recibir el sello de lo plausible, lo aceptable. Y no basta, así, con denunciar que nos vendan una croqueta en mal estado o insuficientemente elaborada. Esa es la manifestación visible del proceso. Hemos de ir al fondo. A las fórmulas y mecanismos que nos faciliten preparar un plato decente. Nosotros conocemos la dialéctica. Y sorprende que algunas veces pretendamos ignorarla. Tal vez si invirtiéramos la relación y en vez de un mercado de vendedores, alentáramos uno de compradores, quizá la realidad se presentara con otros colores.

Puede haber —repito ya en los finales— eficiencia sin calidad. Pero no habrá calidad sin eficiencia. Porque ya entonces algo le faltaría a esa visión, a ese enfoque, a ese método que ha de regir e influir desde el comienzo...

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