La verdad tiene un precio. Y a veces este es duro. Desde temprano, en la casa y en la escuela, los mayores le repiten al niño que nunca debe decir mentiras. Solo que, cuando crecen, los pequeños descubren que decir lo real, lo justo, en ocasiones puede traerle consecuencias, por momentos un poco lamentables.
Así le debe haber pasado a una lectora que llamó a la redacción del periódico. Según contó el periodista que la atendió al teléfono, más que una denuncia era un acto de desahogo. Ella narró cómo después de señalar ciertas irregularidades en su trabajo, incluso en los espacios y momentos adecuados, sobre su persona desataron una guerra silenciosa, cuyo lado menos visible, pero más sufrido, fue la angustia que erosionó la intimidad de su familia. Por último, se interrogaba: «¿Qué debí hacer: callar o decir la verdad?».
Algunos dirían: «No, la verdad. Siempre la verdad». Y otros, con postura de suspicaces, moverían la cabeza a los lados para advertir: «En boca cerrada no entran moscas».
Y es real que ciertas personas, con determinadas responsabilidades, son un tanto renuentes a aceptar otro criterio o verdad que no sea la de ellos, bien por un problema de formación o porque desean encubrir todo lo que pueda dañar el estatus que han adquirido.
En consecuencia, al aparecer una crítica, arremeten contra el autor, a veces de una forma que obligaría a meditar al mayor de los osados. Por lo tanto, no sería descabellada la interrogante final de la lectora que llamó a la redacción.
Y, lógico: cualquiera recomendaría callarse y archivar los consejos de la infancia. Solo que hay un detalle: hasta ahora, la mentira no ha movido al mundo. Se podrá convivir con ella cierto tiempo, pero no todo el tiempo. Porque ella es como esas ciénagas terribles, que de lejos parecen hermosas y que, al final, terminan por tragarse al que intenta caminar por sus páramos.
La verdad, esa que está emparentada con el bien de todos y con un sentido ético, necesita de oxígeno para prosperar. Es cierto que un individuo puede estar ante la disyuntiva de callarse o actuar, a sabiendas de que pueda perder ciertas condiciones. Pero en esa encrucijada está la conquista de la autenticidad.
Comulgar con la sinceridad no puede quedarse solo en un acto de valentía individual. Es inquietante la falta de apoyo que pueda palparse alrededor de la persona que tuvo el valor de señalar lo incorrecto.
Porque si preocupante es un directivo que abusa de su autoridad, en nuestra opinión, mayor alarma debe causar un colectivo sumiso o instancias laborales que deberían defender el criterio del trabajador, cuando este es verdadero, y, sin embargo, poco o nada hacen llegado el momento.
Y lo repetimos: andar al lado de la verdad, tiene un precio. Duro, en ocasiones, es cierto. Pero entre la cobardía y la honestidad, la elección es muy clara. Igual que el camino que pueda tomar en la vida. Y, a lo mejor, para siempre.