OH, vida, si pudiera… escribir como cantaba el Benny. Entonces esta crónica fluiría en un permanente estado de gracia, vibrando como su voz en todos los registros de la cubanía: de la emoción más íntima al son más promiscuo.
Al menos, como el común de los mortales ante un Dios, me conformaría con que estas palabras relampaguearan con el resplandor de esa estrella eterna, que no cesa de estremecer el cosmos de nuestra sonoridad. Sí, porque el Benny está condenado a no envejecer en el oído cubano, al punto de que acetato primero y así sucesivamente cinta magnetofónica, casete, disco compacto, DVD y lo que sobrevenga, reproducirán una y otra vez aquel trino inigualable que siempre está debutando, sorprendiendo, entre tanto sonido perecedero y repetitivo.
Por tales razones, me molestan los concilios y programaciones por las fechas de su nacimiento y muerte, como en estos días. Porque el Bárbaro del Ritmo no necesita jubileo ni remembranzas. Está siempre. Es como la materia, filosóficamente hablando: «ni se crea ni se destruye, se transforma»… de generación en generación.
Su inmanencia nada tiene que ver con los coleccionistas de oros viejos. Él sigue subiéndose al escenario musical cubano para cantar unas cuantas verdades, y distinguir lo auténtico de lo falso, lo popular de lo populista. Y mover sus bataholas, estremecer todo su cuerpo en un éxtasis de mieles, sudores, rones, guarapos y campiñas; o en una geografía amorosa de nuestras ciudades. Y cuando esgrime la batuta, está guiando mucho más que su banda: conduce para siempre a los cubanos por el goce de su propia identidad.
Personaje controvertido hasta situaciones límite, claroscuro siempre, a contraluz, Benny sí estaba «escapado» —como se dice hoy— de cualquier encasillamiento o adecuación. Siempre fue él, hasta en los excesos. Y embriagó su vida, pero sobre todo del gran canto que despierta guardarrayas, ciudadelas o selectos salones. Él es la música.
Cada quien tiene su Benny. El mío es esa imagen: sombrero y bastón y la mano sosteniendo el mentón. Meditativo y melancólico. Es el ícono de su otro yo, de ese pathos o destino trágico que marcó una vida volátil, entregada febrilmente a despertar la alegría y la emoción de las multitudes a costa de muchos desajustes personales.
El Benny parece decirnos también que bien vale seguir cantándole al amor en esta época sin asombros ni misterios casi, de tanta consumación de todo. Sin aula ni cátedra, de las enseñanzas de sus propias venas silvestres, este cantor sin émulos sigue señalándonos que el goce está en la belleza y la revelación, no en la chapucera carpintería musical, ni en la soez repetición.
A qué vienen tantas conmemoraciones, si nunca nos abandonó. «Hoy como ayer» el Bárbaro no descenderá nunca del escenario, y anda desperdigado por los oídos y los labios, en los romances y las soledades húmedas, en los candiles y penumbras del cubano, «con qué sublime intensidad…».