Su gran amigo, el general Rafael Urdaneta, va hasta la quinta bogotana y le da las malas noticias a El Libertador: el Congreso Admirable ha elegido presidente a Tomás Cipriano de Mosquera, Venezuela se separa de Colombia; la unidad, y con ella el sueño de Bolívar —que no se presentó como candidato, pero esperaba un ganador afín a su causa—, han volado por los aires. A seguidas, el anuncio más cruel: se ha pedido al nuevo Gobierno que él, el patriota de más mérito, sea expulsado de Nueva Granada. A las claras, su grandeza desentonaba en el ambiente.
Ya sin poderes oficiales, pues a finales de abril de 1830 había renunciado a la presidencia, Bolívar pidió lo que se esperaba de él: consenso y pertrechos para sofocar a los traidores encabezados por José Antonio Páez… pero en días de armas y almas envainadas, nadie escuchaba al que había llevado la gloria con la espada. Corría mayo y —detonante de una de sus frases postreras: «¡Vámonos, que aquí no nos quiere nadie!»— simplemente tenía que marcharse.
Expulsado de Colombia por las nuevas autoridades, e impedido de entrar a Venezuela, por Páez, inició su último viaje, herido de ingratitud, con un destino más turbio que sus pulmones. ¡Cuánto laurel pisoteado!
El 27 de abril se había despedido del país; el 7 de mayo, lo haría de su amada Manuelita Sáenz, que incapaz de intuir la tragedia que sobrevendría, no le acompañó. «El hombre de las dificultades», como se llamó a sí mismo, partió hacia el horizonte el 8 de mayo, sin recibir, tampoco, el estrechón de su soldado más puro: Sucre llegaba sin tiempo para ver a El Libertador y apenas pudo imaginar la amarga polvareda en el camino del jefe. El joven mariscal le abrazaría en una carta: «Adiós, mi general, reciba Ud. por gaje de mi amistad, las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de Ud. Sea Ud. feliz en todas partes y en todas partes cuente Ud. con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo».
En su regreso a Quito, Sucre recibió tres balazos en una emboscada en la colombiana selva de Berruecos, el 4 de junio. Al enterarse, casi un mes después, Bolívar exclamó que se había derramado la sangre del Abel de América. Enfermo, cansado y triste, el general llegó el 1ro. de diciembre a Santa Marta y el 6 a la hacienda de San Pedro Alejandrino, sede del más penoso pasaje de su laberinto.
La entonces quinta del español Joaquín de Mier, hoy Monumento Histórico Nacional, conserva la alcoba de El Libertador, con la estrecha cama donde falleció, siempre cubierta con una bandera de Colombia. Desde una puerta se accede al cuarto de baño usado por Bolívar esos días, que aún conserva la tina de mármol que acogió a aquel cuerpo menguado no solo por la tuberculosis. Completan la habitación el armario, la escupidera y el sillón de terciopelo rojo en el cual el moribundo se sentó el 10 de diciembre para dictar su testamento y su Última Proclama.
Justo al mediodía del 17 de diciembre de 1830, Alexandre Próspero Révérend, el médico francés que atendió a Bolívar en San Pedro Alejandrino, avisó al puñado de militares y familiares que esperaban afuera: el general se marcharía pronto de este mundo. Entraron y, cuando se hizo real el vaticinio, solo se escuchó el lamento de José Palacios, el fidelísimo mayordomo: «¡Se me murió mi señor!».
Para no llorar, los oficiales apretaban con fuerza las empuñaduras de los sables. Hubo, al parecer, una excepción entre ellos: el general Mariano Montilla desenvainó su espada y cortó de un tajazo la cuerda del péndulo del reloj, congelando para siempre una hora de luto de toda la América: la una y tres minutos de la tarde.
Se iba sin nada el hombre que había nacido en aclamada cuna de oro al centro mismo de Caracas. Se iba con apenas 47 años que sin embargo le bastaron para levantar con su cuerpo menudo una obra de siglos. Tan austero partía que, a la hora de amortajar su cuerpo, el médico se dio cuenta de que la única camisa de Bolívar estaba rota.
Entonces apareció una fina pieza de seda. En aquel trance, su donante tendría mucho que recordar; por ejemplo, la noche del 27 de octubre de 1825, en un baile en la Villa Real del Potosí. El militar no hallaba pareja: su criolla tez no agradaba a las recias aristócratas del lugar.
Llegó Bolívar y se percató al vuelo del detalle. Mandó a parar la música y, en medio del salón, pidió en voz alta al agraviado: «General José Laurencio Silva, héroe de mil batallas y salvador de la patria, permítame el altísimo honor de bailar con usted». ¡Bailaron! Al rato, las finísimas damas hacían cola al militar antes apartado. Entonces y ahora, un jefe semejante merece entrar al gran salón de la gloria con las más dignas camisas del mundo.