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El frío del Paraíso

Venezuela es uno de los 17 países más biodiversos del mundo y la inclusión en esa lista —seguramente otro punto en la génesis de las apetencias ajenas que la amenazan— tiene su origen precisamente en un pentagrama climático que cobija armónicamente las especies, los colores, las vidas más variopintas en un trozo de planeta muy específico

 

Autor:

Enrique Milanés León

CARACAS.— Pese a que, como un Giraldillo inverso, mis ojos no sueltan los aires de mi balcón, buscando signos de Cuba, acabo de enterarme en internet de que estamos en invierno. Entiendo que ponerse al tanto por la web del clima que nos arropa es demasiado poco ortodoxo cuando hay piel de sobra para sentirlo, pero Venezuela puede dar esa sorpresa con toda normalidad. Mientras en las tímidas «heladas» de Cuba,  cuando el año se agota, uno sabe desde días antes que cierta masa de aire frío está haciendo las maletas para viajar —sin la venia de Trump— hacia nuestra cálida Isla, aquí las variaciones del clima se mueven de otra manera.

Nuestros modestos inviernos suelen mandar formales avanzadas —los frentes fríos— que luego, según les vaya en el contacto cariñoso con los cubanos de fiesta a fin de año, «deciden» quedarse unos días o desaparecen rápidamente haciendo apenas una tregua de mejor temperatura; en cambio por estas tierras jamás se sabe del todo qué pasará porque la variaciones, solapadas, parecen llegar de espaldas.

De tal suerte, los tímidos abriguitos que en nuestra Cuba cada año desempolvamos menos no tienen mucho que ver con los persistentes gabanes que los venezolanos usan todo el tiempo todo el año, con naturalidad imperturbable ante el asombro del forastero que no deja de preguntarse si no mueren de calor.

Uno ve a las figuras de la televisión muy abrigadas y achaca inocentemente el vestuario a las exigencias técnicas del estudio, pero esa idea se desvanece cuando constata que, en la calle, todos se visten igual. Decididamente, el venezolano es un latino a un abrigo pegado, no importa mucho qué temperatura haya. Supongo que ellos dirán aquello de que la procesión (invernal) va por dentro.

Hay factores de la naturaleza que cambian la altura centígrada, mas lo que nada varía es la forma en que se visten los hijos de este país, que parecen dispuestos a esperar cada mañana una nueva glaciación. 

Según la Red —y no será este cubano quien le discuta el aserto a la Doña— Venezuela está en pleno invierno, una estación que, en muy extraña pareja, está casada aquí con la etapa de las lluvias. No logro apreciarlo, por más que me veo y toco, seguramente porque, acostumbrado al tiempo extremista de los huracanes y de las repentinas «chifladas» del mono anunciadas por nuestro Instituto de Meteorología, el apacible abanico climático que me rodea ahora no alcanza a perforar mi carapacho de periodista viejo.

Leo un poco y descubro el «password» del dilema: altitud. Venezuela es lo que llamaríamos un doce plantas familiar en el cual el nivel de asentamiento decide la frescura o el sofoco de sus vecinos. En un panorama generalmente tibio y lluvioso donde la latitud casi no pinta ni da color, la altura pone el grueso de la sazón.

Se trata de una nación con cinco pisos térmicos en los cuales, a pocos kilómetros de distancia, se puede vivir sensaciones muy dispares. El tiempo no se mueve: tiene que moverse usted. Así, por ejemplo, los 400 metros de altitud que saca Los Teques a su muy cercana Caracas —que también pica alto a 900 metros de altura sobre el mar— implican un sensible cambio en los termómetros.

Venezuela es uno de los 17 países más biodiversos del mundo y la inclusión en esa lista —seguramente otro punto en la génesis de las apetencias ajenas que la amenazan— tiene su origen precisamente en un pentagrama climático que cobija armónicamente las especies, los colores, las vidas más variopintas en un trozo de planeta muy específico. Que quepa en él, sin sobresaltos, este cubano mirón resulta prueba más que suficiente.

Desde la aridez de Falcón y Coro en la faja caribeña, donde hay un pequeño desierto con todas las de la ley, a la cordillera costera que abriga a la capital, el repertorio del tiempo pasa al clima intertropical templado de montaña,  que de los 1 500 a los 2 800 metros sobre el nivel del mar ambienta la magia de la muy germánica Colonia Tovar. Se puede escoger más: hasta los 3 000 metros está el entorno del páramo, con temperaturas de 0 a 10 grados Centígrados; en tanto, aun más arriba, los picos juegan a seguir bajándola.

No es todo: en unos llanos sin fin, que parecen las verdes pistas de aterrizaje de la galaxia, sofoca el calor y ahoga también, de vez en cuando, la formidable sorpresa de los aguaceros. ¿Cuánto animalito puede vivir, cuánta hoja crecer, de arriba abajo, del hielo eterno a la playa tórrida, vadeando el río o atravesando el lago? Tal vez no se terminará de saber jamás.

La más mujer de todas sus mujeres —la «devoradora de nombres», diríase parodiando al gran Rómulo Gallegos—, Venezuela tiene miles de atributos e incontables ojos «alfa» de la geopolítica encima. Que sea conocida como «tierra de gracia» no es un elogio gratuito, como no lo es que a Caracas se le llame «la ciudad de la eterna primavera». Su suelo parece apto para multiplicarlo todo: desde el petróleo y los minerales más distintos hasta flores de cuento y ternísimos azúcares.

Como si no bastara con una cesta frutícola similar a la de sus vecinos caribeños, aquí crecen con éxito delicias adicionales que, aplatanadas, dejaron la formalidad del pasaporte foráneo: duraznos, manzanas, uvas, fresas, peras, nueces, cerezas, higos y albaricoques se dan casi en cualquier época del año, con naturalidad pasmosa.

Probablemente, este cubano despistado e incrédulo solo necesite atrapar en las clavijas de su paladar una de esas frutas «prohibidas» por la geografía convencional para comprender del todo que es cierto: estamos en pleno invierno, aunque aún él no haya subido a buscarlo en las montañas.

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