ZULIA.— Tras el recio estremecimiento de la tierra en las afueras de Cabimas, el caserío La Rosa vio piedras brotar del suelo. Luego, un chorro oscuro brotó y se mantuvo, con toda la calma de Dios, por más de diez días. Los expertos estimarían en un millón y tanto de barriles el petróleo derramado, pero los vecinos no estaban para contarlos: el terror hizo presa de ellos, así que no tuvieron mejor idea para parar aquella lluvia inversa y pesada que cantar un San Benito a puro tambor. Al parecer, funcionó.
El reventón de El Barroso II, como se conoce ese pasaje del 14 de diciembre de 1922 en la costa oriental del lago Maracaibo, marcó uno de los eventos más relatados del desarrollo petrolero venezolano y su mejor carta de presentación mundial. Todavía la foto impacta.
Cuando uno ve desde el carro los balancines, las torres, los barriles y la brea tiene que buscar el origen de la historia subterránea de amor-odio que rodea a Venezuela, como a tantos países petroleros. Esta comenzó mucho antes del reventón y hasta de la apertura, en 1878, de Petrolia del Táchira, la primera empresa de su tipo en el país.
Los aborígenes ya utilizaban con fines medicinales y utilitarios este recurso, conocido entre ellos como «mene», de modo que cuando los conquistadores llegaron a descubrirlo todo por segunda vez y asentaron la presencia en la isla de Cubagua del «licor viscoso», ello no era —nunca tan buena la frase—, nada del otro mundo.
Los cronistas europeos, cuya función no tenía nada que ver con la de este humilde reportero cubano, refirieron la presencia del aceite pestilente que fluía junto a la mar y que los indios empleaban para calafatear barcazas, untarlo a la piel de enfermos, proteger enseres y alumbrarse.
Para no estar a la zaga de los hombres que enviaba, en 1536 la reina Juana la Loca mandó a buscar un barril de petróleo —sería, tres años después, el primero exportado/importado, según se afirma— con el cual aliviar el «aguacero» de gota que tanto atormentaba a su hijo Carlos V.
En las dos primeras décadas del siglo XX, con la apertura del canal de Panamá y los albores del gran parto petrolero, terminaba el reinado del café y Venezuela se ponía al alcance de los ávidos ojos del mundo. Miguel Otero Silva describiría en su novela Casas muertas: «Todos iban en busca del petróleo que había aparecido en Oriente, sangre pujante y negra que manaba de las sabanas, mucho más allá de aquellos pueblos en escombros que ahora cruzaban, de aquel ganado flaco, de aquellas siembras miserables. El petróleo era estridencia de máquinas, comida de potes, dinero, aguardiente, otra cosa. A unos los movía la esperanza, a otros, la codicia, a los más, la necesidad».
Para 1960, la mitad de la población ya era urbana. Desde 1928 Venezuela se había convertido en el primer país exportador, condición que no cedería hasta 1970, pero el maná de la tierra sigue atascado en el cielo.
El debate no mengua. El muy antichavista escritor Ibsen Martínez, autor de la obra teatral Los petroleros suicidas, ha dicho en una entrevista: «…sabemos que somos petroleros, pero no nos explicamos por qué rayos no somos ricos». Tal dilema, visto siempre con el prisma más conveniente, es un fantasma pegajoso desde el promisorio tablero dejado por el cierre de la Segunda Guerra Mundial.
En el arte, como en los noticieros, el asunto se maneja con cautela. El académico Luis Britto García llegó a comentar la «paradoja perfecta» de un país petrolero sin literatura sobre el petróleo. Según afirmó, con agudeza acostumbrada, en Venezuela todo huele a petróleo… salvo la literatura.
Es la presunta conspiración del silencio de los escritores nacionales contra los hidrocarburos, aunque en el «librero venezolano» no falten los títulos y hasta el maestro Rómulo Gallegos, en Sobre la misma tierra, pintara en cuartillas, en 1943, el contraste entre la miseria originaria y la agresiva opulencia de los pozos.
Desde que tuvo conciencia de su poder, el país se dividió entre la tesis de «sembrar el petróleo», de Arturo Uslar Pietri, y la de «distribuir la renta», de Rómulo Betancourt y Juan Pablo Pérez Alfonzo. Mientras Uslar Pietri sostenía que la renta se dedicara solo al progreso agroindustrial, la otra tendencia abogaba por atender las necesidades primarias nacionales y luego invertir en el desarrollo.
Bajo un asedio centrado en el petróleo, el chavismo ha defendido ambas necesidades, pero —la verdad sea dicha— no pocos venezolanos sostienen que la nación puede salir de las dificultades de un solo brinco, por tener a la mano, cual puerquito de yeso en casa pobre, un tesoro guardado de mano divina. En revolución no existe la suerte.
¿Un retrato del petróleo? El artista plástico venezolano Rolando Peña, creador, entre miles de obras, del aclamado Barril de Dios, ha dicho que «se trata de una fuerza mágica maravillosa. También es un gran engaño, el gran camuflaje de la historia. Es una ilusión y un objeto de devoción, posee la rara cualidad de ser real y virtual…».
La ambición por los pozos chorrea la geopolítica, tan viscosa como el petróleo: mientras la Revolución quiere sembrarlo, la reacción quisiera bombardearlo. A poco de llegar a Caracas, este cronista leyó en algún sitio un pasaje singular: al momento de la Creación, San Pedro se quejaba ante Dios porque, a su juicio, este se había excedido con las riquezas concedidas a Venezuela. Entonces, con su sabiduría, el Todopoderoso respondió: no te preocupes; para emparejar, crearé algunos partidos.