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Pollo a la Isabela y otras tradiciones vietnamitas

Vientman ha ido reconstruyéndose a sí mismo, después de invasiones y guerras, con una autenticidad impresionante

Autor:

Arleen Rodríguez Derivet

VIETNAM.— Nacido de dragón y hada, Vietnam exhibe desde su geografía la fiereza y la ternura de ambos. Hay algo de la cabeza del mítico animal que escupe fuego, en el ancho y desafiante norte que mira al Mar Oriental de China. En cambio, camino al sur, el país se estrecha hasta ser, como la cintura de las muchachas vietnamitas, tan breves que solo en ellas puede lucir el típico Ao dai, vestido sobre pantalón que cae como seda en cuerpo de hadas.

Ambas regiones, por su lengua, sus hábitos, sus tradiciones, forman parte indiscutible de un único país, que con esas fuerzas culturales profundas y un coraje inversamente proporcional a la estatura promedio de su gente, ha ido reconstruyéndose a sí mismo después de invasiones y guerras, con una autenticidad impresionante.

Hay, sin embargo, vestigios insoslayables de todas las contiendas, que saltan a la vista en cuanto se cruza la antigua línea de demarcación o Paralelo 17. Tras la instalación del régimen títere de Saigón en 1955, la nación fue quebrada, en su hermosa cintura, y dos Vietnam se enfrentaron en Vietnam.

Al norte, la gente sobrevivió en la terrible oscuridad de los túneles, al mismo tiempo que avanzaba hacia el sur con estrategias tan imaginativas y formidables que todavía se estudian en todas las academias militares del mundo. El sur, mientras tanto, se convirtió en una gigantesca base militar, con todos los vicios y los abusos con que los norteamericanos suelen amparar a los gobiernos que imponen en otros países.

Pero ni la famosa barrera electrónica de McNamara, que sembró los campos vietnamitas de sensores de calor humano para desaparecerlos de la faz de la tierra, pudo impedir que la artillería del norte, desplegada en piezas a lo alto y lo largo de la cordillera, a lomos de bicicleta, convirtiera la estratégica base de Khe Sanh en un infierno del que los rangers huyeron dejando hasta el alma detrás.

Una gigantesca foto de dos ancianas abrazadas al final de la guerra, apenas sugiere la gravedad de la fractura humana que duró 20 años. Otra, que alguna vez fue portada en The New York Times, recoge la vergüenza de los derrotados. Ambas comparten protagonismo en el museo del Paralelo.

La huella de aquella separación es particularmente visible, por ejemplo, en la edad de las construcciones civiles o en la gerencia turística.

En el norte prácticamente todo es nuevo, de ahí el desconcierto de Iván Nápoles, que no logra reconocer prácticamente el mundo de destrucción, soledad y muerte, que filmó para el cine cubano hace 40 años. Nada que ver con el dinámico crecimiento urbano que ahora es una constante a lo largo de la Carretera 1.

Al sur del paralelo apenas hubo bombardeos. Los B-52 solo golpeaban la zona cuando las fuerzas del norte las habían recuperado. Ocurrió en la ciudadela imperial de Hué, maravilla arquitectónica y patrimonio cultural de la Humanidad que ahora reconstruyen el Gobierno vietnamita y la Unesco.

Por lo demás, la variedad y antigüedad de las edificaciones es tan apreciable como la experiencia gerencial en hoteles y restaurantes. Al sur conocen mejor los gustos occidentales.

El equipo cubano que filma Los ojos de Santiago puede definir el cruce del paralelo a través de su paladar. Hay un antes y un después que quedará registrado en el resumen de los días aquí por un plato que jamás fue probado: el pollo a la Isabela.

Apareció por primera vez en un almuerzo en Hanoi. Totalmente hervido, tiene el color de los cabellos de la directora de nuestro documental y se sirve con la cabeza intacta, incluyendo la cresta y el pico de la gallina.

Esa experiencia y la imposibilidad absoluta de encontrar algo distinto a las cotidianas sopas de vegetales con arroz blanco y carnes siempre picadas, siempre en salsa, siempre picantes, nos convirtieron en adictos a la variante vietnamita de los espaguetis, hasta llegar a Hué, donde nuestro sonidista Tato, gritó «al fin, pizzas…», con la misma pasión con la que los hermanos Pinzón deben haber gritado «¡tierra!» en 1492.

Hay toneladas de anécdotas en este cruce de culturas, que no caben en una crónica de ambiente. Quede solo, como el pollo a la Isabela, otra constancia de la diferencia. Marcelo, la segunda cámara del grupo, catador de cuanto plato se oferta, es el único que se atrevió a probar el batido de frijoles negros. Cuando le preguntamos a qué sabía, dijo exactamente lo que nos imaginamos: «a potaje frío…».

De las ansiedades que nos generó el norte por el pan, que hay pero no suele servirse en las comidas y era nuestro único consuelo ante los platos «raros», surgió un lenguaje de señas indescriptible con palabras. Para siempre quedará en la memoria colectiva, una eficiente camarera que corría sin dejar de sonreír, poniendo cualquier cosa sobre nuestra mesa, sin adivinar qué pedíamos, aunque para ilustrarlo, Marcelo se arriesgara a meter las manos en el hornillo de los desayunos.

Ese día aprendimos para siempre que banh mi es pan en vietnamita y que todo el pueblo de este largo y hermoso país es capaz de complacer a sus huéspedes amigos con la fiereza de un dragón y la ternura de un hada, pero nadie lo apartará de las tradiciones que lo han sostenido por más de un milenio.

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