¿Qué les faltó a los míticos amantes de Verona, incapaces de defender su amor y resolver el conflicto con sus propias familias?
Miserable es el amor que puede ser medido.
William Shakespeare
Desde hace siglos, el paradigma de amor adolescente es el de Romeo y Julieta, arrojados a una muerte prematura ante la supuesta imposibilidad de vivir juntos. Las escenas son tan románticas y tiernas, que rara vez reflexionamos sobre las alternativas para evitar aquel trágico desenlace.
¿Qué les faltó a los míticos amantes de Verona, incapaces de defender su amor y resolver el conflicto con sus propias familias? Asesoría, tiempo, comunicación, sentido del humor, paciencia… y materia gris en la corteza prefrontal del cerebro para tomar decisiones equilibradas.
Así es la adolescencia, la primera de muchas crisis en las que las claves para vivir felices en sociedad de forma autónoma nos parecen inalcanzables, y además sucumbimos al baile de las hormonas, que nos embriaga y confunde, genera euforia instantánea y luego nos abandona cual marionetas depresivas de volubles hilos interiores.
Lo que nos distingue como individuos es el modo en que elegimos cruzar esas puertas y lidiar con los retos propios de cada edad, los golpes a la autoestima y la lógica vulnerabilidad del crecimiento personal.
Claro que de vez en cuando nos desilusionamos frente al espejo o nos tratamos duramente en ese diálogo interior que al parecer no cesa nunca, y hasta hay quien sopesa las ventajas de dañarse físicamente para canalizar sus miedos… pero de la autoflagelación mental a la ejecución de un acto consciente que produzca dolor, hay un paso muy grande.
Para encauzar sus emociones, uno de cada 12 adolescentes (sobre todo chicas) opta por autolesionarse mediante cortes y quemaduras o participa en juegos potencialmente mortales. Empiezan copiando modelos y luego crean una adicción que puede terminar en intentos suicidas.
Esas prácticas entre 15 y 24 años suelen asociarse con frecuencia a una frustración amorosa, incomprensión social, temor a revelar su identidad u orientación sexual o una desesperada búsqueda de simpatía familiar.
También se sobregiran los accidentes en «gloriosos» actos extremos para ganar la admiración de alguien en particular, o por andar emocionalmente conectados a una burbuja tecnológica y desconectados de los peligros del mundo real.
Otro riesgo femenino bastante común es confiar en promesas de cortejo y permitir un sexo desprotegido que las complica con un embarazo precoz o una desagradable ITS.
En cuanto a la familia, tan malo es pretender retrasar el momento de liberación como cerrar los ojos ante el peligro de madurar en este siglo, donde los patrones vitales no se limitan a la experiencia parental o la comunidad cercana.
Además de confiar en los valores de la crianza, es recomendable conocer ¡sin prejuzgar ni generalizar! cómo se proyectan sus grupos de pertenencia (escuela, amistades, hobbies) y de referencia (vocación profesional, música, lectura y audiovisuales favoritos, voces más admiradas de la cultura, la historia, el deporte…).
Por ahí andan los factores protectores de la adolescencia, los que pudieran reforzar su alegría de vivir o actuar de refugio ante las naturales contradicciones de la edad.
Conviene actualizar el pacto de cuidado mutuo hablando con franqueza sobre las peripecias juveniles de papá, mamá y otros personajes relevantes en la familia, no solo para vanagloriarse de las historias buenas o arrepentirse por las malas, sino para invitarles a reflexionar por su cuenta sobre la trascendencia palpable de unas y otras.