La salud de las relaciones es directamente proporcional a la posibilidad de decir a tiempo lo que nos pasa sin temor a ofender ni recibir ofensas: sin esa transparencia la comunicación se diluye y el amor muere
El único lugar donde está
seguro un barco es en puerto,
pero los barcos no están
hechos para eso.
Louise Hay
El miedo es una verdad inherente a la condición humana. Para el Doctor Roberto Pérez, filósofo y educador argentino, el arte de vivir no está en eludirlo, sino en saber reconocerlo y gobernarlo hasta probar nuestra consistencia.
Las civilizaciones orientales y de Mesoamérica ven al miedo como un guerrero que invita a buscar la iluminación interna. En la tradición cristiana su arquetipo es un dragón que protege un tesoro. San Jorge, mártir del siglo IV, domina a la bestia sin matarla porque los miedos internos se controlan, pero algún día reaparecen.
En sus investigaciones antropológicas, el doctor Pérez encontró que lo común a todas las culturas originarias es describir la vida como un ciclo, en el que cada siete años hay una crisis: esa sensación interior de que algo nuevo está pasando y es necesario aprehender una nueva actitud y profundizar el nivel de desarrollo personal.
Este ciclo tiene forma de espejo: lo vivido en unas etapas se refleja en otras, para consolidar virtudes o revertir errores. Debemos confiar más en la intuición y activarla mediante recursos externos e internos cuyo valor se ha ido perdiendo con la modernidad, pero son herramientas naturales para la maduración del ser.
La salud de las relaciones es directamente proporcional a la posibilidad de decir a tiempo lo que nos pasa sin temor a ofender ni recibir ofensas: sin esa transparencia la comunicación se diluye y el amor muere.
La etapa de cero a siete años se refleja en la de 63 a 70. El miedo dominante en ambas es el del abandono o distancia de los seres queridos. El rol de la familia es garantizar presencia, según las necesidades individuales. Si hay un divorcio o una muerte significativa, debe compensarse escuchando y dando las explicaciones adecuadas.
El sentido que ayuda a disolver este miedo es el gusto (saborear la vida a pesar de sus limitaciones). Conquistar el paladar es prepararse para la diversidad, pues no siempre lo que me gusta va a ser lo que me convenga, y viceversa.
El elemento natural que ayuda a compensar las limitaciones en esas edades es el agua, porque su disfrute equivale a salud y alegría. Rechazar el baño es síntoma de depresión. Compartir juego y afecto hace que el cerebro se mantenga sano y acceda a recursos de sobrevivencia que compensan la vulnerabilidad de las fuerzas físicas en esas edades; pero si no hay un proceso adecuado, crece el egoísmo y acude a la enfermedad para llamar la atención.
Para un buen desarrollo sicológico a nivel intrapersonal hay que facilitar la conciencia del Yo, estableciendo límites y reglas claras. Quien no tuvo en la primera infancia atención adecuada y disciplina, crece luego como persona carente y vive reclamando pruebas de amor de su pareja o sus amistades más íntimas, no siempre del modo más adecuado.
El segundo dragón es el miedo a la cercanía por el rechazo o la falta de reconocimiento. Aparece entre los siete y 14 años, y nuevamente entre los 56 y 63. La actitud que se debe potenciar es la autonomía, esa capacidad de tomar decisiones aun cuando se respeten y acaten las normas o criterios colectivos.
Si se produce un episodio de abuso sexual infantil, es importante que puedan expresar fuera ese malestar y no taparlo, para no ahondar en su dolorosa huella.
El nivel de conciencia es el social: la solidaridad borra enemistades. La educación debe basarse en el respeto a la dignidad ajena: saludar y agradecer son claves para fomentar la empatía. La burla cruel es una enfermedad de la conciencia, casi una epidemia en la cultura moderna.
El sentido que prevalece es el de la vista: Los niños aprenden con sus adultos significativos a observar antes de actuar y a no perder la capacidad de asombro ante lo cotidiano. La mayor influencia sicológica en la vida de los hijos es la vida no vivida de los padres, dice Pérez: por eso es importante no perder esa mirada filosófica y espiritual de las cosas mundanas y transmitirlas a otras generaciones.
El fuego representa la pasión típica de esas etapas: el descubrimiento del sexo en la pubertad y la preocupación por su aparente ocaso hacia el final de la madurez. Las charlas junto a una hoguera purificadora o a la luz de las velas, promueve el clima adecuado pararefinar el placer.
De 14 a 21 años nuevos elementos disparan el miedo al cambio, y lo mismo ocurre entre 49 y 56. ¿Quién en esas edades no se asusta ante las transformaciones del cuerpo o duda de su capacidad para conservar el amor y el estatus social?
Llegada la adolescencia se necesitan distancia afectiva y efectiva para constituirse como seres humanos, explica el experto. Papá y mamá no son más los capitanes del barco, ahora les toca ser faros… y no tienen que ser perfectos, sino coherentes: demostrar a diario la validez de lo que inculcan. Por muy difícil que sea, hay que aprender a esperarlos, confiar en que fructifique cada proceso previo y darles la seguridad de que pueden contar contigo.
Según la sabiduría milenaria de todas las latitudes, la calidad de las relaciones está en el juego de los afectos que se descubre y afianza en estas edades, en la sensualidad del antes y el después de cada acto físico. Por eso, el sentido natural más importante para reconocer las nuevas oportunidades es el tacto, y hacer manualidades o tocar un instrumento musical favorece la exquisitez de las caricias y la receptividad.
La sociedad de consumo nos encierra en espacios viciados, pero realizar actividades físicas en espacios abiertos es una sana manera de encauzar los cambios inevitables de esas etapas y por eso el aire es el elemento natural que más se disfruta.
La amistad es sagrada en esas etapas, en que se aprende a cultivar las críticas positivas e involucrarse en causas sociales… o a poner negatividad en todo y acaparar objetos inútiles.
El nivel de conciencia por potenciar es el existencial, que invita a hallar el sentido de la vida y a ser consistentes con su valor. Una frase resume la mejor actitud para crecer en estas etapas: «Lo importante no es si pierdes o ganas, lo importante es no perder las ganas».