Durante la adolescencia, la consolidación de esquemas deformados puede afectar las relaciones interpersonales a lo largo de la vida
A partir de una reflexión propuesta en la revista Estudio por la investigadora Caridad Chaney Govín, el sábado pasado presentamos algunos de los llamados pensamientos deformados que se consolidan en la adolescencia y lastran los vínculos interpersonales a lo largo de la vida.
Inmediatamente llamaron o escribieron varias personas para contarnos cómo se identificaban con los patrones descritos. Hubo quien vaticinó que ocurriría lo mismo con los que presentamos hoy porque se sabe «esclavo de muchos convencionalismos que no logra evadir, a pesar de su juventud». Y otra lectora cavilaba: ¿Las relaciones humanas son muy complejas, o será que las complejizamos nosotros?
En temas tan subjetivos como el ideal de belleza, el modo de llevar una relación o las virtudes y defectos de cada quien, argumentar a favor o en contra de una postura es un mecanismo normal, una demostración de esa mirada crítica de la vida con la que se avanza hacia la madurez.
Con la adolescencia, la necesidad de defender juicios propios se fortalece de forma paralela a otros fenómenos, como la búsqueda de independencia respecto a la familia (de criterio y de obra) o las ansias de pertenecer y recibir aceptación en el grupo de iguales.
Pero si esa defensa es irracional y no logra tomar en cuenta el punto de vista de otras personas puede decirse que el individuo responde a un pensamiento deformado: la creencia de que siempre tiene la razón, origen de mucha incomunicación y sufrimientos, tanto en asuntos amorosos como en otros aspectos de la vida.
Especialmente difícil es llegar a acuerdos cuando el enfrentamiento desemboca en una «guerra de generaciones», dice la experta; pero la experiencia adulta debe presumir también de mejores recursos para llevar el diálogo por un camino satisfactorio y dejar a un lado, si es preciso, el orgullo filial para dar un buen ejemplo de flexibilidad.
Hay tres pensamientos deformados muy relacionados entre sí: la falacia de control, la de justicia y la de cambio. Falacia significa engaño o fraude. En Lógica se le da ese nombre al resultado de valorar un fenómeno cuando hay errores en los presupuestos de partida.
Falacia de control es la idea de que solo yo tengo la competencia o la responsabilidad ante determinada área (el cuidado de la casa, la familia, las decisiones económicas, el erotismo…) y por tanto debe hacerse siempre mi voluntad. También actúa bajo ese efecto la idea contraria: ser dependiente de las apreciaciones de mi pareja y quedar impotente ante sus acciones, al punto de perder mi iniciativa y capacidad de proposición.
Ambos extremos son dañinos para la autoestima y generan cansancio y tirantez. Lo recomendable es trabajar en equipo y crear espacios para que ambos aprendan a involucrarse en los procesos de la vida, sin imponer ni paralizarse.
Ese aspecto conduce a la falacia de cambio, muy bien identificada por el grupo de la EIDE la semana pasada. El punto de partida de este esquema es que mi felicidad depende de lo que hagan las demás personas (sobre todo las que dicen amarme) y por tanto si las presiono lo suficiente cambiarán para adaptarse a lo que yo necesito.
Así funciona el chantaje emocional y la exigencia de ciertas pruebas de amor, como tener relaciones sexuales apenas iniciado el noviazgo, no usar preservativos, romper con las amistades para evitar celos, cambiar la rutina para dedicar más tiempo a los intereses de la otra parte…
También entra en juego la falacia de justicia, que comienza en la adolescencia pero afecta a muchas relaciones adultas, en perjuicio de las mujeres en las culturas machistas.
Quien vive bajo ese esquema juzga con estrechez la conducta y preferencias ajenas. A partir de un código muy personal (casi siempre caprichoso) interpreta lo que debe o no ser importante para la pareja y cuestiona sus prioridades en cuanto al tiempo o los recursos que esta le dedica.
Tal razonamiento es, además de irrespetuoso, inmaduro, al desconocer la escala de valores de la otra parte, a quien tiene en cuenta como objeto de su satisfacción y no como sujeto capaz de generar sus propias expectativas.
Cuando las elecciones amorosas o la proyección juvenil no responden a las expectativas familiares se tiende a buscar culpables entre las personas a cargo de la crianza y se trata de corregir tales «defectos» con nuevas exigencias, muchas veces sin promover la autocrítica como vía para solidificar la personalidad.
Así aprendemos a culpabilizar a los demás de los fracasos, porque es más fácil decir «Fulana me botó» o «mi novio me colmó la paciencia» que buscar nuestra parte del conflicto para resolverlo, con esa pareja o con la siguiente.
Este esquema culpabilizador se relaciona con otra idea deformada: la visión catastrófica. Quien vive esperando que pase lo peor necesita tener a quien echarle la culpa para descargar su ira o su frustración.
Claro que las «catásfrofes» en esa edad pueden ir desde un cabello rebelde hasta la humillación de que te ignore la persona que más te gusta, y sobre todo afecta hacer el ridículo ante las amistades o grupos desconocidos.
En la adolescencia, la autovaloración depende mucho del criterio grupal, regulador en gran medida de la salud emocional y de las experiencias eróticas, y como a esa edad no se cuenta con una personalidad madura para salir con elegancia de estos trances, sobrevalorar el alcance de las pequeñas tragedias personales aumenta la vulnerabilidad.
Ludwing es un chico cariñoso, original, de razonamiento profundo, pero suele acomplejarse cuando sus compañeros de aula ríen cerca de él, porque cree que se están burlando de su aspecto o de sus palabras.
Esa certidumbre de que todo alrededor gira en torno a nuestra persona es típica de la adolescencia, cuando las cosas cambian vertiginosamente: imagen personal, intereses, sentimientos, necesidades… Si no se identifican y contrarrestan, las secuelas de la personalización como pensamiento deformado trascienden la etapa juvenil y corroen la autopercepción para toda la vida.
Ese sigilo es desmoralizante, sobre todo si se nutre de otros esquemas como la interpretación del pensamiento ajeno (explicado la semana pasada) o las etiquetas globales, concepto basado en la manía de estereotipar sucesos y etiquetar a la gente a partir de una cualidad que alguien eligió como relevante: Ernesto el «chistoso», Dariel el «mango», la gorda del noveno seis, la «fácil» del barrio…
Escapar de esos epítetos puede ser difícil, pero nada nos obliga a actuar como si nuestra identidad se limitara a tales atributos, y mucho menos a creer que quien se acerca con intenciones eróticas nos «está haciendo un favor» y reclama condescendencia.
A esa sensación de deuda o minusvalía contribuye muchas veces el razonamiento emocional, cuya raíz está en la creencia de que las cosas son verdaderas cuando así las percibimos, como decía el joven santaclareño al que hacíamos referencia al inicio del artículo anterior.
Dolorosamente, el teorema de Thomas postula que si una persona define situaciones como reales, ellas son reales en sus consecuencias: basta que alguien crea merecer desprecio para que actúe como si de verdad lo despreciaran, o tomar por válida una sospecha de traición para castigar a la pareja, con o sin pruebas de su mal proceder, un camino por el que atraemos lo que más queríamos alejar.
Pero los pensamientos inmaduros no tienen más poder del que consintamos en darles. Si logras identificar tus esquemas deformados y trabajas en ellos conscientemente puedes romper sus ataduras y crecer… no importa si tienes 15 o 40 años. La adolescencia mental puede dejarse atrás, como se deja la del cuerpo, y es bueno que eso ocurra a tu favor.