Paladín de servicios gratuitos de correo electrónico, búsquedas de contenido o noticias, el gigante convertido en monopolio prepara una estrategia para empezar a cobrar por lo que un día defendió que debía ser gratis
Mucha agua ha caído desde que Larry Page y Sergey Brin, dos estudiantes de Doctorado en Ciencias de la Computación de la Universidad de Stanford, dieron a conocer en 1998 el buscador Google, un motor para encontrar contenidos en Internet que pronto alcanzó gran popularidad.
Entonces, Page y Brin eran apenas dos muchachos medio alocados, que de la noche a la mañana, como si fuera un cuento de hadas, se convirtieron en multimillonarios y diez años después encabezaban los primeros puestos de la revista Fortune por estar entre las personas más ricas del planeta.
Hoy todo indica que el aguacero de dólares que empapó a Google desde su creación, «lavó» también la mente de sus progenitores, y poco a poco comienzan a filtrarse a la prensa las oscuras intenciones de Google de crear una «superinternet» que poco tendría que ver con la filosofía inicial.
Si antes el megabuscador se hizo muy popular debido a servicios como el correo gratuito Gmail, las búsquedas, el condensado de noticias que supone Google News u otros más específicos, como el que permite a desarrolladores de programas encontrar líneas de código, o a los curiosos viajar por todo el mundo ayudados por imágenes satelitales, esa situación podría cambiar en breve tiempo.
Google es un monopolio, y como tal comienza a actuar… mejor dicho, a cobrar.
Hace un par de años los titulares de noticias tecnológicas se hicieron eco en todo el mundo de los intereses de los chicos de Google por experimentar con la creación de una infraestructura de Internet rápida (FTTN), que supondría una conexión a la red de redes vía inalámbrica y superrápida, la cual alcanzaría velocidades de hasta un gigabite en ciudades previamente seleccionadas de Estados Unidos.
El proyecto, con fanfarria y publicidad de todo tipo y en variados formatos, hablaba de una conexión tan veloz que sería un 90 por ciento más rápida. Y claro, nada se hablaba de cobro, de pagar, de dinero… todo era por el bien de la humanidad y la «libertad de información».
Pero la verdad, aunque despacio, poco a poco comenzaría a filtrarse en documentos, memorándums secretos y correos electrónicos indiscretos, amén de algún que otro sorpresivo encuentro entre Google y proveedores de servicios de Internet en Estados Unidos, como Comcast y Verizon, ubicados entre los más poderosos.
El proyecto, resumido y simple, implica que los proveedores de servicios, junto a Google, podrían determinar qué contenidos vería la gente en Internet, cobrando precios diferenciales por la velocidad de descarga de las páginas o por su ubicación en los motores de búsqueda.
En otras palabras, que si una empresa quisiera que su página estuviera bien posicionada, fuera visible rápidamente e incluso que la gente accediera a esta, tendría que pagar por ello, con lo cual, simple fórmula, quedarían pronto al margen todas aquellas web que difunden contenidos que «no agradan» a los grandes intereses norteame-
ricanos.
Esta propuesta de darle a las grandes corporaciones de la comunicación la potestad de rechazar ciertos contenidos, ofrecerles paso a otros y cobrar precios distintos para que los cibernautas puedan visitar uno u otro sitio, no es ninguna fantasía. Ya ha sido presentada como proyecto al Congreso de Estados Unidos, y muchos expertos creen que será aprobada, por los intereses y el dinero que corre detrás de esta.
Mientras tanto, y como primer paso, un reciente acuerdo poco difundido —claro está— entre la operadora Verizon y Google, permitirá instrumentar un sistema mediante el cual se podría incrementar la velocidad de entrega de ciertos contenidos a sus usuarios de Internet, a condición de pagar por ese privilegio.
O sea, sería el mismo perro pero con otro collar. Mientras el contenido fortuito que alguien solicitara en Google, y que no interesara a Verizon priorizar, ya sea por sus propias concepciones o porque no le pagaron, demoraría mucho en bajar, otras páginas se descargarían a una velocidad ahora no conocida.
Las filtraciones de esas triquiñuelas los grandes por cambiarle la cara a Internet, y sobre todo el doble rasero de Google, que tanta campaña hizo a favor de la «neutralidad e igualdad para todos» de la red de redes, han provocado protestas airadas en varias partes del planeta, y no solo en Estados Unidos.
La razón del escándalo universal es simple. Estados Unidos controla buena parte de los servidores que sustentan la red informática mundial. En su suelo está la sede de la corporación que asigna los números y nombres de las páginas web, los llamados «dominios»; allí radican los mayores productores de contenidos consumidos por los cibernautas, se domina a los satélites de comunicación, se alberga a las mayores empresas informáticas, y además el inglés se señorea sobre los contenidos.
Traduciendo lo anterior, cualquier disposición que sobre Internet sea acatada en el gigante norteamericano, afecta de una u otra forma a todo el que se aventura en el ciberespacio.
Es por ello que las protestas han sido especialmente fuertes entre los que difunden la «voz de los sin voz», las organizaciones y personas de todo el mundo que han encontrado en la web una forma de comunicarse, organizarse e incluso unirse en contra de los grandes intereses monopólicos que pretenden controlar lo que pensamos, hacemos, comemos y respiramos los habitantes del planeta.
Ellos, o sea, nosotros, seríamos sin duda las primeras víctimas del control de las conexiones, pues aquellos materiales desagradables al imperio serían «ralentizados» al punto de que una web cubana, casi estoy seguro, demoraría horas en verse en los Estados Unidos.
Aún así, y a pesar de las reiteradas protestas de Google y sus socios de que no se trata de nada de eso, y que además en todo caso sería para los servicios móviles, pocos creen esos cantos de sirena, máxime cuando el avance en los accesos a la red de redes indican que pronto esta será más inalámbrica, con la emergencia de teléfonos celulares de tercera generación, computadoras con Wifi y muchos artefactos más con iguales bondades.
Si ya está en construcción un monopolio vertical entre unos pocos pulpos de la información para controlar qué y cómo lo vemos en Internet, algunas medidas adelantadas permiten aventurar el verdadero rostro de la web futura, diseñada para nosotros por los poderosos.
Por lo pronto se especula que ya se preparan «paquetes pagados» para acceder a servicios de Google hasta ahora gratuitos como el correo electrónico Gmail, el servicio de noticias Google News, el buscador de mapas e imágenes satelitales Google Earth y otras bondades que atraían precisamente por no costar nada.
Otorgarles mayor velocidad a los que paguen por ello para su Gmail o semejantes no sería nada nuevo, más allá de develar la verdadera moral de Google, que siempre se vistió de gratuito.
Lo realmente preocupante, y además poco novedoso, no sería que los pobres de la Tierra tuviéramos un Gmail más lento o un buscador moroso, sino que incluso quienes desembolsaran su dinero, ellos y nosotros, veríamos en realidad lo que Google quisiera enseñarnos.