Todavía no conozco los motivos por el que se formó la trifulca decadente y bochornosa del pasado 21 de junio sobre la grama del estadio beisbolero José Antonio Huelga. Mas, no hace falta saber los motivos desde la raíz para poner en tela de juicio un acto impulsivo y violento que se divorcia del espectáculo deportivo y afea, poco a poco, la esencia que nos rodea.
El Huelga no se parecía tanto a un Coliseo Romano, como el sábado último. Los protagonistas de esas escenas dantescas y lamentables fueron los equipos de la categoría sub-23 de Ciego de Ávila y Sancti Spíritus.
Puede que algunos aficionados consideren que, «un caldeo de ánimos en la pelota», es lo más normal del mundo. Y sí, ciertamente el béisbol cubano y latino se vive a una alta temperatura y con un picante en los terrenos que se resume a puras rivalidades.
El cruce de miradas y palabras, por ejemplo, forman parte de un espectáculo que necesita para sostenerse de la autenticidad criolla. Pero de ahí a pasar a otra fase de agresión física, como si se tratara de una riña callejera de pésimo linaje moral, va un largo trecho.
Cuando el termómetro sube hasta niveles insoportables, y explotan todos los estribos de la cordura, nada puede catalogar como común y corriente. Reitero que desconozco los motivos por el que inició aquella trifulca en el parque beisbolero espirituano, pero… ¿Será necesario saberlos para reprochar estos hechos en los términos más severos?
Definitivamente cada acto violento termina siendo inaceptable, lo mismo dentro que fuera de un terreno de pelota. El nefasto pasaje del 21 de junio es solo una punta visible del iceberg que toca otras aristas de la cotidianidad.
Delante de todos, las reacciones violentas —tanto verbales como físicas— se han vuelto de manera lamentable más periódicas de lo que desearíamos. Eso aplica, por ejemplo, para los gritos, ofensas o peleas en plena vía pública, a la luz del día. Es la intencionalidad de imponer la fuerza la que, peligrosamente, gana espacio y asumen determinadas personas.
Lo hemos vivido al subir a una guagua, en las extensas colas a las puertas de un banco, o en cualquier centro donde se brinde un servicio. Sería injusto, sin embargo, generalizar el criterio, porque si bien han proliferado los hechos violentos, nos siguen distinguiendo valores humanos superiores.
Justo porque queremos que esa tendencia continúe irreversible es que debemos echar una batalla campal que implica a todos los factores. El peso de la ley no basta solo para ponerle coto a las actitudes insensatas, sino que, además, demanda esfuerzos educativos y preventivos reales que comienzan por las comunidades.
Escudarnos en esa vieja excusa de que, «solo los períodos de crisis» propician estas manifestaciones, sin detenernos a fondo en los hechos y las responsabilidades cívicas y de convivencia que nos asiste a cada uno de nosotros, resulta tan superficial como quienes terminan aceptándola.
¿Acaso tenemos en estos tiempos difíciles una «patente de corso» a conveniencia, para implantar la ley del más fuerte —cual jungla salvaje— a cada hora? Claro que no. Y si hay un país que tampoco lo aceptará jamás, ese es Cuba.
Sin embargo, como en la pelota, depende de un equipo completo cerrar victoriosos los juegos más complejos. Este partido contra las manifestaciones de violencia debemos echarlo todos cada día, para no perder dentro o fuera del terreno la batalla por el respeto y la decencia.