Junto al concepto de Revolución, quizá uno de los documentos más trascendentes de Fidel sea el discurso del 17 de noviembre de 2005 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, aquel en el que advirtió que el proceso político cubano podía autodestruirse por el peso de sus propios errores.
No fue ese el único tema de aquella intervención. Sin embargo, fue ese el tópico más trascendente por la personalidad que lo planteó y la manera en que lo hizo: primero a modo de una pregunta hecha al público, en específico a un grupo de estudiantes y dirigentes juveniles, para luego dar paso a la respuesta afirmativa.
De seguro que las palabras de Fidel debieron dejar en vilo a muchos de los presentes en el Aula Magna o a quienes lo veían por la televisión por una sola razón: esas palabras apartaban la idea de una invencibilidad incuestionada para presentar, ante el crudo tablero de las opciones reales, la posibilidad de la destrucción de la Revolución Cubana.
Hasta ese momento, los hechos habían demostrado que cualquier proceso político, por muy invencible que este se mostrara, al final podía caer víctima de la acumulación de sus propias contradicciones, como sucedió con la Unión Soviética y los países socialistas de Europa del Este.
Con aquel derrumbe, ocurrido a inicios de la década de 1990, la Revolución cubana se vio en un aislamiento brutal, en el que la tesis de su invencibilidad se convirtió en uno de los recursos para mantener la unidad en torno al esfuerzo por conservar la independencia nacional y las conquistas sociales básicas alcanzadas desde 1959.
Solo que en estos casos, como en tantos otros, las tesis pueden terminar en consignas y las consignas, si no abrazan, al menos corren con el peligro de bordear el dogma o la idea que no acepta discusión alguna, con lo cual, al perder el contacto con la realidad, dejan de ser revolucionarias.
Y eso fue una de las cosas que hizo Fidel aquella noche: mover el anclaje que sostenía el apasionamiento político para cimentar el otro lado: el de la racionalidad revolucionaria con su derecho y, sobre todo, con su deber de pensar la realidad para cambiarla en aras de un fin de justicia social.
Porque en una conciencia política de cambio, el apasionamiento, dígase el entusiasmo a toda ley, no puede ir distanciado del ejercicio de pensamiento, pues de lo contrario se cae en el camino de cometer los errores absurdos, también mencionados de esa manera por Fidel aquella noche y que, como él dijo, terminaron por desviar y frustrar no pocos proyectos revolucionarios en alusión directa a la experiencia de Europa oriental.
Queda a los historiadores develar por las vivencias personales e, incluso hasta de Estado, que condujeron a que el Comnadante en Jefe hiciera sonar, justo en esa jornada (y no otra), el campanazo del 17 de noviembre. ¿Qué había pasado? ¿En qué meditaba? ¿Sobre qué conversaba? En ese sentido, hay caminos para investigar.
De un lado pesimista, se pudiera pensar que aquel llamado era una señal de la mella que, para esa fecha, los propios errores hacían sobre la Revolución. Desde otra lógica, aparecía la otra dimensión: la de hacer más fuerte el vínculo entre los dirigentes y el pueblo no a través del ocultamiento, sino mediante la capacidad de plantear los problemas y juntos revertirlos en esa unidad indisoluble.
Pero superarlos implica establecer un vínculo, que no es posible alcanzar (de ahí otra de las advertencias del líder histórico en aquel discurso) sin una participación directa del pueblo, y esa participación se logra a plenitud con directivos con capacidad de escuchar, de dialogar.
Ahí estaba, aquella noche de noviembre de 2005, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, uno de los llamados de Fidel: el de evitar el mayor de los absurdos al creer o pensar por el otro, cuando tenía que ser al revés: no figurar, sino vivir, sentir, sufrir y soñar al lado de ese otro, el más humilde, que es la semilla misma del pueblo.