Debido al paso del huracán Ian por nuestro país, estuve 33 horas sin fluido eléctrico en casa, y sé que fui afortunada. En cuanto llegó, llamé a quienes quiero y viven cerca para saber si habían tenido la misma suerte y, de lo contrario, brindarles el espacio disponible para congelar lo que quisieran y todos los tomacorrientes para que recargaran sus teléfonos celulares, lámparas, laptops o lo que estimaran.
Como yo, otras personas se solidarizaron de igual manera porque duele pensar en la comida fermentada o en la ausencia de información sin poder conectarse a la radio siquiera, y me alegré por ello, porque ofrecer ayuda en momentos de crisis es reconfortante, no solo para quien la recibe, sino también para quien la da.
Sin embargo, al día siguiente descubrí en las redes sociales anuncios de quienes, dichosos por tener de vuelta la electricidad en sus hogares, ponían precio a las mismas acciones que otras personas, como yo, hacíamos gratis. Doscientos pesos cobraban por cada teléfono celular que se recargara y cien más si se trataba de una lámpara o un radio. Las imágenes mostraban varios equipos conectados, cuyos dueños escribieron sus nombres en pegatinas. Esperaban en la acera o sentados en el contén, y los que «ofrecían» el servicio se mostraban triunfantes por la «ocurrencia».
Realmente pensé que se trataba de algún meme nada apropiado para las circunstancias que vivíamos, pero me equivoqué. No fue un anuncio el que vi, sino varios, y los comentarios de las publicaciones me hacían sentir pena, vergüenza.
No se puede lucrar con la desgracia ajena. No puedo cobrarle a otra persona por algo tan vital en esta situación. No puede pensarse que el sufrimiento de algunos será la garantía de la ganancia para nuestro bolsillo. No. Así no se muestra ni la más mínima dosis de la empatía de la que hablé recientemente en estas mismas páginas.
Lamenté entonces que demorara la electricidad en llegar a todas las viviendas, a pesar del esfuerzo desplegado, porque evidentemente seguirían estos «ingeniosos» ganando dinero con el desespero ajeno, y quizá surgirían nuevos. Me entristeció pensar en que siempre habrá quien no valore la necesidad del otro como propia.
Por suerte, y soy feliz por eso, me enteré después de que esos «negocios» no son mayoría y que no pocos le salieron al paso a esos «mercaderes». Son más las personas solidarias que las inescrupulosas. Por estos días se han multiplicado las iniciativas para enviar ropa, medicamentos, alimentos no perecederos, juguetes y artículos del hogar a Pinar del Río, donde tantas familias se han quedado sin techo, sin ropa, sin comida, sin dinero.
No imagino que alguien pudiera ir hasta esta provincia tan lastimada a vender un oso de peluche, una sartén, una camisa, una tableta de dipirona o cualquier otra cosa que ahora mismo se necesita para cubrir carencias que de un tajo les llegaron a los vueltabajeros.
Apelo a la sensatez, a la sensibilidad que nos debe hacer sentir el dolor ajeno, al abrazo que muchos queremos darle a cada una de esas personas que lo han perdido todo por culpa de un ciclón que se ensañó con su tierra. Apelo a la ayuda desinteresada, porque tender una mano puede salvar un alma, y compartir una lágrima alivia la tristeza.
Si Ian se llevó árboles, cables, techos de guano y de placa, cristales, puertas, persianas, flores, cultivos… quiero dormir tranquila pensando que no se llevó la bondad de nuestra gente. Que todavía abunda por ahí.