Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La máquina del tiempo

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Cerca de casa vive una chiquilla muy ocurrente. Su padre viajó hace meses y gracias a las tecnologías (que ya no son tan nuevas ni asustan tanto) conversa con él a diario para contarle proezas de su gata o mostrarle sus dibujos. Claro que extrañan sus «abrachitos», pero les funciona porque así ha sido siempre con la abuela y ella ve natural que cariños y cuidados se multipliquen a través de un celular.

Cuando tenía su edad, mi tía-abuela emigró con su esposo e hijos. Más allá de cuestionamientos políticos, lo que secó el vínculo fue la falta de mecanismos para mantenerlo vivo. Mi familia «de allá» era apenas un par de cartas al año que ponían a llorar a mi abuela. Solo si el sobre olía rico me ponía feliz, porque significaba que mi tía enviaba globos para expresar su amor a los pequeños.

Me hubiera encantado mantener el roce con esas personas, cuya casa ocupamos desde su partida hace medio siglo. Pero no había una ley que nombrara y protegiera ese derecho. No se hablaba entonces del interés superior del niño (las niñas ni existíamos en el lenguaje jurídico), y aunque ya la familia era la «célula fundamental de la sociedad», la sociedad en sí misma estaba muy intoxicada de intolerancia.

Faltaban, además, instrumentos para mantener el flujo de noticias y mimos. Solo en novelas de ciencia ficción existían las videollamadas. Hubiera necesitado una máquina del tiempo para traer ese artefacto a mi humilde hogar antes de que murieran mis afectos, o aquella tía mimosa.

No había recursos para esas comunicaciones, decían, y es curioso, porque ninguno de los minerales que emplea la telefonía móvil vino de otro planeta, aunque a algunos les llamaron «raros» porque no son frecuentes en la naturaleza.

¿Nos faltaba entonces habilidad para diseñar o crear? Ni mi vecina en su dulce inocencia, ni casi nadie en el mundo, piensa en los progenitores de esos artefactos que hoy nos comunican; en la dolorosa intransigencia que enfrentaron y lo que pagó la humanidad por los tabúes que los frenaron.

Alan Turing, ya reconocido como padre de la Inteligencia Artificial, pudo haber facilitado el salto tecnológico. Pero la misma sociedad que su genialidad ayudó a preservar durante la Segunda Guerra Mundial, lo repudió luego por homosexual y le negó el derecho a disfrutar su vida, después de salvar la de millones. Las leyes lo encarcelaron por «raro», y sus colegas lo apartaron por miedo a ser etiquetados. Su creatividad era una máquina del tiempo, pero ya saben: es más difícil desintegrar un prejuicio que un átomo, como dijo otro sabio incomprendido.

En esta Cuba del siguiente siglo también hay renegados de la diversidad. Gente que prefiere ralentizar el progreso antes que deponer su ofuscación, o que no entiende el ímpetu resiliente del amor y se aferra a patrones arcaicos que no permiten ejercer la dignidad de forma equitativa.

Esas personas son las que más necesitan el nuevo Código de las Familias. Ya sé que son los que más despotrican de su contenido, pero a pesar de eso (o tal vez por eso), los considero urgidos de una guía que desestimule la violencia de las que resultan víctimas al erigirse en victimarios.

Yo tuve globos perfumados y mi vecinita tiene el chat. Las parejas que no han firmado tienen dominio de sus actos, y todos, todos, tenemos infinitas pruebas de que familia es más que conceptos y artículos.

Pero los rígidos, y los que en su pereza eligen bandos al azar en lugar de leer el documento y decidir por su propia conveniencia, necesitan una ley que les imponga el respeto como límite y el afecto como valor de uso.

Sin viajar al futuro, avizoro las disculpas públicas de sus descendientes por los errores de estos siglos, como se ha hecho ya con tantos actos intransigentes del pasado, incluido el inmerecido escarnio a Turing.

Hoy mi máquina del tiempo, la que me garantiza plenitud en las relaciones familiares y una vejez a la medida, es ese Código que encenderemos el 25 de septiembre. Así que cierro con la frase favorita de una de mis madres afectivas: ¡Monta, que te quedas!

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