Iré a Santiago, a Santiago. La nota aguda del Orfeón, las manos de Electo. Siempre dije que yo iría a Santiago. A casa, lorquianamente, en tren. Surcar nuestra delgada ínsula, el manjuarí dormido, el cocodrilo verde… es una hazaña física, una proeza mental.
La paciencia espesa, pesa, se posa en tus rodillas.
Juré que no montaría en tren. Nunca más, perjuré. Buesa y el renunciamiento. En estos lares, sin embargo, semejante declaración es una metáfora sometida a la finitud de las circunstancias. Y heme aquí, en la nueva era, en el coche seis, refrigerado. Mi amigo Adrián Quintero es mi brújula en la distancia.
La Coubre queda atrás. Matanzas, con su verde ondulante, como los versos de Carilda. La travesía en cámara lenta se detiene en Cascajal, al centro de la Isla. Como no conozco el lugar, el destino se encarga de fijarlo. La visualidad cubana, rampera, urbana, esconde los pequeños pueblos. No hay festivales ni declaraciones Cuba adentro, solo hay gente enyugando la vida. Pues allí, justamente, la moza férrea hace la suya: la locomotora sufrió un fallo total.
Una pedrada en pleno rostro, encascajados, pal cascajo.
Conté hasta dos y hasta diez ―así, a lo Benedetti―, cuando empezó otro viaje por las brumas del sueño, la inerme visita neuronal, los seres fantasmales. Un tironazo me devolvió a la tierra, es decir, a los rieles. Y el tren chino se puso en marcha, milagrosamente. Traca traca traca. Un son de Guillén para adultos antillanos.
Camagüey, comarca de pastores y sombreros, suelo de Agramonte, natal de Tula. Una nueva parada para habilitar los hierros y los cuerpos. Corred hacia los precios, en histeria, las galletas que han bajado del cielo, los siropes. Consumid tres raciones de un viejo concierto de Van Van, tres y media de una cinta donde todos se matan.
Comienza la llanura infinita, el largo descenso verde, el valle del marabú.
Llegó un día a estas tierras, misteriosamente. Dichrostachys cinérea. Resiste el fuego, el corte, el desbroce, la sequía. Campea a sus anchas. Su flor de terciopelo se mueve graciosamente al viento, sobre la masa impenetrable, espinosa, lerda.
Aprieto la cámara de mi celular, absorto, rendido a sus cortinas rompevientos, sus naturales sembradíos, su rebeldía, sus bosques. No se querrá decir, pero ha destronado a la ceiba y a la palma y a la caña. Es ya nuestro árbol nacional. Y como el hombre claudicó, el marabú ha comenzado a crecer en algunas mentes, en ciertos brazos.
Oriente asoma. Sus casas proletarias, a derecha y a izquierda. Un niño le dice adiós al tren con un candor inclaudicable. Se parece a mí. Veintisiete horas después estoy en Santiago, sin la rubia cabeza de Fonseca y sin la rosa de Romeo y Julieta.
Podía haber llegado a Vladivostok.
La Sierra se recorta, el ángel de la catedral enseñorea, la ciudad se desparrama; pero mis ojos, nada ven; pero mis piernas, nada sienten. Quisiera ser ahora mismo una planta de marabú, resistente al fuego, al corte, el desbroce, la sequía. Y soy apenas el pequeño viajero que avanza por el largo andén.
(Tomado de La Jiribilla)