Si el 1ro. de junio publiqué en estas mismas páginas mi admiración por el hecho de que, 48 horas después de haberse eliminado la obligatoriedad en el uso del nasobuco en el país, era mayor el número de personas que veía con él, hoy el motivo de estas líneas es todo lo contrario. Y preocupante.
En aquel momento me resultó notoria la sensatez de quienes mantenían el uso de la mascarilla en clara evidencia de la creación de una conciencia de apego a la vida que, en definitiva, beneficia a la sociedad en general. Aun cuando no era obligatorio su uso, harto sabido es que la COVID-19 no ha desaparecido, y había que cumplir con las medidas sanitarias de forma responsable.
¿Qué ha sucedido hasta la fecha? Que nos hemos confiado de tal manera que quizá hasta olvidamos la razón por la que debíamos usar el nasobuco. Algunos siguen portándolo, sobre todo personas de la tercera edad, pero cada vez son menos quienes lo llevan, aunque sea para colocárselo en el rostro ante la llegada a un lugar donde exista aglomeración de personas.
¿Se perdió el miedo? ¿Se le ha restado importancia? ¿Nos creemos que ya no es tan grave la enfermedad? Lo cierto es que el número de casos se ha elevado de tal modo que, de cualquier edad, se han presentado personas infectadas y recordemos que, cada persona «arrastra» consigo a muchas más, porque la cadena de contagios puede ser, según los niveles de contacto, bastante larga.
Por tal razón, recientemente el Ministro de Salud Pública divulgó nuevas medidas, a través de las cuales se retoma el uso obligatorio del nasobuco en medios de transporte colectivo y círculos infantiles. Además orientó aplicar el segundo refuerzo a quienes tengan edades comprendidas entre los 19 y los 49 años, con las vacunas aprobadas, así como el primer refuerzo a los niños comprendidos entre los dos años y los 11 años con 11 meses.
También se debe exigir por todas las autoridades correspondientes el uso obligatorio del nasobuco en personas con síntomas respiratorios e incentivar el uso de sustancias desinfectantes para las manos, a nivel individual y, además, proveer los recursos necesarios en centros de trabajo y estudiantiles para garantizarlo.
Estas medidas, a las que se agrega el mantener adecuada ventilación (preferentemente natural) en los locales donde se desarrollan actividades sociales y no permitir a personas con síntomas de la enfermedad en centros de trabajo, estudiantiles y conglomerados de personas, vienen a reforzar lo que, supuestamente, debíamos mantener aun cuando no llevara la etiqueta de obligatorio.
No obstante, insisto, el hecho de que la medida de obligatoriedad se refiera específicamente a los medios de transporte colectivo y círculos infantiles, ello no quiere decir que debamos circunscribirnos a estos, porque la sensatez —¡bendita cualidad!— debe hacernos comprender que la situación con relación a la COVID-19 puede agravarse tanto más en dependencia de nuestro comportamiento cotidiano.
El simple uso de la mascarilla ha demostrado ser muy seguro en cuanto a la prevención del contagio, así como mantener distancia cuando hablamos con alguien y la desinfección constante de las manos y las superficies. Entonces, ¿por qué nos excedimos en la confianza? Cíclicamente, el panorama se repite. Y queremos ir hacia adelante, pero de repente podemos retroceder en todo lo que se ha avanzado.
Valoremos lo logrado hasta el momento, comprendamos cuán necesario es hacer lo que en algún momento hicimos, tal vez, cuando más temores teníamos. Recordemos cuántas personas hoy ya no están debido a la gravedad del cuadro clínico presentado por la enfermedad. Pensemos en lo mal que la han pasado aquellos que la padecieron y, según sus comorbilidades, estuvieron expuestos a las complicaciones. Evaluemos el riesgo que enfrentan una embarazada, un lactante, un adulto mayor… si por descuido o irresponsabilidad se contagian.
Seamos menos confiados y más responsables. La autoconciencia es la mejor vacuna, ya se ha probado. ¿No le parece?