Una señora informa cifras frente a las cámaras y detrás, en planos secundarios, dos bomberos remueven pedazos de piedra y escombro. La gente alumbra con los flashes de sus móviles la escena, mientras en las fotos quedan para siempre los intensivistas que socorren y avivan un sitio que huele a muerte.
Los oídos atiborrados de gritos y estruendos quedarán después en el recuerdo de los testimoniantes, pero dentro del hotel Saratoga, donde toneladas de polvo y concreto amenazan con sucumbir encima de sus cabezas, unos cuantos valientes actúan para atenuar los disparos mortales de la hecatombe.
En los móviles en que antes quedaban grabadas las imágenes del terror, minutos después miles de personas ofrecían su sangre y su voluntad para auxiliar a víctimas anónimas. Apenas en unas pocas horas llegan a las redes y a los medios relatos imperfectos de protagonistas, seguramente incapaces de contar con palabras un pánico que no se deja describir.
A nadie le importa aparecer en los rótulos ni ofrecer rostros a la gesta posterior a la catástrofe. ¿Para qué querrían alabanzas quienes pusieron en peligro su propia vida por resguardar la de otros? Cuando se acaricia la muerte, cualquier pequeñez sobra. Pudieran llamarse Manuel, Pepe, Emilia.Todos sabían a lo que se enfrentaban. Todos conocían las terribles consecuencias que podría acarrear su osadía.
Ellos son héroes, sí, pero no héroes que deban mitificarse ni ensalzar en loas empalagosas. Estaban allí porque son seres distintos de la raza humana. Seres ¿por qué no? superiores. Calificativos más altisonantes se han escuchado a músicos, deportistas, políticos incluso.
Ellos, mientras hurgaban entre el escombro, sintieron un miedo aterrador. Y si algo les convierte hoy en gente que merece toda la gloria, es controlar ese pavor que derribaría a los demás. Ellos, que no tienen sosiego hasta que todo el que pueda vivir esté a salvo y todo el que vio apagarse su luz, encuentre descanso junto a sus familias, no necesitan reconocimientos ni ver sus nombres enfrente de los reflectores.
Ellos lo merecen todo y no importa que no sepamos sus nombres ni que medio mundo apenas les pueda aplaudir cuando la impotencia de una pérdida les arranca las lágrimas, porque prefieren sufrir en silencio y porque allí donde más tupida es la bruma de las paredes caídas no llega el brillo de los reflectores.
A ellos, que llevan sobre sus hombros el peso moral de la esperanza de un país y no les pesa porque son gente buena, el eterno agradecimiento de Cuba. Que su nobleza sirva como impulso para ver algún día otra vez en pie al Saratoga.