Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Padre, maestro y presidente

Autor:

Osviel Castro Medel

Fue un día sombrío e imborrable, un viernes de tristezas para la nación cubana. Aún hoy, 148 años después, nos duele aquella tragedia, sobre todo por el modo predecible e increíble en que aconteció.

Aquel 27 de febrero, los precipicios de San Lorenzo parecieron multiplicarse a lo largo de Cuba, porque nuestro primer Presidente, el Padre de la Patria, vivía su último minuto luego de intentar batirse en solitario contra varios soldados del Batallón de Cazadores de San Quintín.

Dejado sin escolta, obligado a recluirse en los lomeríos, depuesto de un cargo que merecía por mucho, Carlos Manuel de Céspedes cayó ese aciago día tal vez para dejarnos lecciones sobre tal episodio, nacido de la desunión y de la intriga. O acaso para que, al cabo de tanto tiempo, no dejáramos de mirar el espejo de su vida.

Sí, porque los cubanos deberíamos entender que algunos de los dilemas que encontró el Iniciador todavía persisten, aunque con otros matices: el dinero o los ideales, la familia querida o la manigua redentora, la demagogia o la ética, la persistencia o la rendición, el acomodamiento o el ejemplo.

Claro que los tiempos han cambiado y no se puede aspirar a que cada ciudadano se convierta en mártir, ni a que cada persona perciba el heroísmo como lo hicieron aquellos patricios fundadores, que se echaron a cuestas una nación y el peso de las leyendas ciertas.

Sin embargo, siempre será una pretensión hermosa buscar que cada hijo de esta tierra beba al menos un sorbo de la historia del que fue al mismo tiempo padre, maestro y presidente. Y de otros que procuraron fundar una nación, aun al costo de sus riquezas y de sus propias existencias.

Siempre he sostenido que todas las generaciones, especialmente las nuevas, deberían conocer mucho más la gesta escrita por seres humanos como él, imperfectos y criticados, pero con luces superiores a sus defectos.

El mismo Céspedes fue un hombre de amoríos constantes, guardó rencores, tuvo enemigos, sostuvo discrepancias con varios contemporáneos; pero ninguna pifia está por encima de su conducta en los momentos cumbres, que son los que definen.

Cuánto sobrecoge el alma saber que sus últimos días los pasó como maestro improvisado en San Lorenzo, enseñando a unos niños a escribir y a sumar; y ese acto le hacía brillar los ojos, gastados ya por enfermedades, a sus casi 55 años.

Cuánta admiración brota al conocer que en aquellas jornadas tremendas, cuando se le negó el permiso para salir del país, fue capaz de pedir sin complejos a su cocinero que le preparara una sopa de lechuza. O que —habiendo sido otrora señor de bastón y de traje— andaba con los zapatos de yagua y el pantalón raído, pero con la frente bien en alto.

Esa proverbial modestia y esa colosal humildad contrastan con la soberbia o la pedantería que algunos ejercitan a diario. Esa resistencia cespediana, demostrada a lo largo de su trayectoria, choca contra la flojedad de los que, incluso desde la comodidad, vendieron su alma al diablo.

«Con todo, quizá lo más grande en Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo es la constante congruencia entre el decir y el hacer, que tanto necesitamos en distintos escenarios. Jamás pidió sacrificio sin ofrecerlo antes; jamás exigió abnegación sin demostrarla primero», escribí en una reseña periodística hace una década.

Ahí probablemente esté la esencia de su vida, proyectada, con un signo retador, hasta nuestros tiempos. A Céspedes hay que quererlo y aprenderlo más, por encima de cada 27 de febrero.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.