Bien sabemos que aquel domingo de febrero no hubo un solo grito, sino varios alzamientos gloriosos más allá de Baire. Y que los carnavales de entonces se convirtieron en torbellinos independentistas, luego marcados por la sangre y la epopeya.
Uno evoca la fecha y no puede dejar de imaginar, por ejemplo, a Guillermón Moncada levantándose en las lomas orientales aun sabiendo que a poco sus pulmones dejarían de funcionar, destrozados por la tuberculosis.
Qué grandeza la de él, temido por su espada mambisa y admirado por muchos jóvenes de entonces. Podía haberse retirado a un rincón por la enfermedad devastadora; sin embargo, se fue al monte para, como otros, espolear la necesaria guerra y remover conciencias con su ejemplo, algo tan necesario en todo tiempo.
Su muerte, el 5 de abril de 1895, apenas 40 días después del alzamiento, prueba de qué madera estaban hechos aquellos seres humanos, capaces de exponer al máximo la vida sin ninguna retribución personal o familiar.
Moncada, bravo general al que debemos recordar más, tenía 53 años y ocho meses cuando se produjo el levantamiento del 24 de febrero, una edad nada juvenil en una época de pocas expectativas respecto a la vejez.
Qué decir, entonces, de Bartolomé Masó, quien ensilló su caballo con 64 años y se fue a la manigua estimulando a unos pocos seguidores, que crecieron después por el respeto que inspiraba ese jefe insurrecto, segundo de Carlos Manuel de Céspedes en La Demajagua.
Cuánto habrán vibrado los patriotas que, con Saturnino Lora al frente, demostraron su arresto en las calles de Baire. O los que en la finca La Confianza, en tierras guantanameras, siguieron las órdenes de Pedro Agustín Pérez, que no era otro que Periquito Pérez, otro excelso general cuya obra necesita de mayor estudio.
Es imposible, llegado cada 24 de febrero, no imaginar el ajetreo de José Martí, corriendo de un lugar a otro, uniendo a veteranos y jóvenes, apretando el alma para superar el fracaso del plan de La Fernandina y probar que cuando una idea cala sí se puede saltar obstáculos, por grandes que parezcan.
¿Cómo habrá vivido esas jornadas el Delegado al enterarse, en el exilio, del arresto de Juan Gualberto Gómez, Julio Sanguily, Antonio López Coloma (lamentablemente ejecutado) y otros complotados? De seguro sufrió al máximo; pero unos días después estaría desembarcando en Cuba para entrar honrosamente a los campos de batalla.
Si hay una fecha que en nuestra nación debería ser marca imborrable es el 24 de febrero. Es día de continuidad, hilo y permanencia. Un hilo que prosiguió con la fundación de Radio Rebelde (1958), la entrega del título de Héroe de la República de Cuba a los Cinco (2015), la aprobación del referendo constitucional (2019), entre otros sucesos indelebles.
Precisamente un 24 de febrero, unos días después del triunfo de 1959, Fidel nos dejó una brillante sentencia, que no debemos dejar morir nunca: la Revolución o se hace bien o, simplemente, se pierde.
El reto de hacerla bien sigue vivo y es un recordatorio constante a los que volvieron a gritar en el reinicio de nuestras gestas: «¡Independencia o muerte!».