Eran tan famélicos, que Don Quijote hubiera sentido lástima. Así se vio en las redes sociales, cuando desde el poblado avileño de Orlando González la colega y amiga Carmen Luisa Martín Suárez mostró por Facebook una de las tantas aristas que ha adoptado el fenómeno inflacionario en Cuba.
Coqui —como la llaman sus amistades— denunciaba el precio de 15 pesos de un lastimoso pan con una telita de jamón (tan congelada, tan anémica, tan trasparente y demacrada), que, de tanta precariedad, parecía confundirse con la por demás sospechosa masa de harina que lo cubría. Aquí, Don Quijote estaría rascándose la cabeza en la tortura de contar dos más dos para ver si al final llegaban a cuatro.
Quizá ese costo sea un regalo de reyes comparados con otros de la misma familia avistados en los últimos tiempos por los cielos económicos del país; pero si tenemos en cuenta que Orlando González es una comunidad rural del municipio de Majagua, sin una oferta productiva y comercial diversificada, entonces entendemos la complejidad de una demanda atada a una infraestructura de servicios que no brinda muchas opciones hacia donde girarse.
Además de las múltiples lecturas que pueden obtenerse de ese ejemplo, a los ojos y los bolsillos aparecen otras interrogantes. ¿Habrán pensado los vendedores o el empresariado de todas las denominaciones en ofertar una tarifa menor, pero que estimule un mayor dinamismo de sus productos y con ello de sus ganancias? O, por el contrario, ¿prefieren las altas cotizaciones siderales, aupadas por el delirio de las grandes ganancias a corto tiempo, con el consiguiente riesgo de perder clientes e inmovilizar productos, y con ello la imposibilidad de obtener ingresos más seguros?
Esas preguntas surgían mientras observábamos el incremento de precios en un punto de venta de alimentos. Allí unas modestas empanadillas dijeron adiós a los tres pesos y se ubicaron en el podio de las cinco «cabillas». Las excusas para esa «multa» era que les habían ascendido el precio de la harina y el aceite.
Entendible esa situación, por supuesto… si bien la calidad continuaba igual o peor. (Si antes de ir al dentista uno desea asegurar el estado de la dentadura, sin problemas puede acercarse a alguna de esas empanadillitas). Había, sin embargo, un resultado a ojos vistas: con el precio anterior, las «chancleticas» apenas llegaban al mediodía y con el nuevo picheo habían pasado las 2:00 p.m. y todavía ellas estaban ahí, como el dinosaurio del escritor guatemalteco Augusto Monterroso.
De esa escena surgía una conclusión: los comerciantes incrementaron el precio, pero el mercado también lanzó su aviso con una ralentización de la circulación monetaria. Bajo el espejismo de obtener rápidas ganancias sin mejorar la calidad, el fenómeno contradictorio y múltiple de la inflación pasaba factura en la zona de oferta, al frenar el dinamismo de su desempeño comercial.
Si bajo el prisma de estos ejemplos observamos lo que sucede en entidades mayores, con varios cientos de trabajadores y varios miles de pesos de inventarios, entonces tendremos a la vista que el despelote actual de precios, sin justa medida de proyección comercial y cómo actuar ante los clientes, puede constituir un verdadero y peligroso zepelín para la estabilidad empresarial.
Un veterano economista nos alertaba a principios de año de las complejidades de esa espiral: «Unos precios altos sin una justa medida económica y comercial —decía—, pueden derivar en una rentabilidad ficticia que esconda ineficiencias, o en una implosión desastrosa por perder clientes y quedarse sin mercados».
Ante la intención de recuperar en corto tiempo las pérdidas dejadas por la COVID-19 y otros males, habría que preguntar al empresariado cuál de las dos alternativas prefiere. Esa pregunta resulta pertinente para meditar sobre un futuro que, de tan inmediato, ya es de los presentes más urgentes y tangibles. Si acaso desean conocer rápido las respuestas, pregunten en Orlando González.