La usuaria de Facebook Silvia Álvarez Ramírez pregunta qué les pasa a quienes alistan la programación televisiva en estos tiempos de tanto estrés. Su inquietud salta a partir de un filme donde personas de la tercera edad, como ella, viven incertidumbre en hogares de ancianos, una realidad alejada a la nuestra, pero tan sensible como para remover «cositas» por dentro.
«Creo que no son películas para estos tiempos, sobre todo para los que nos queda tal vez una simple “afeitada” y estamos inseguros ante lo que puede provocar el virus en nosotros», escribió en su muro la señora, evidentemente contrariada.En este punto coincido con Silvia en que se debe pensar mejor la parrilla fílmica, con propuestas más optimistas e historias positivas, para que la cruda realidad que se asocia a la incertidumbre por la COVID-19 no tenga un reflejo que asuste en la pequeña pantalla.Pensemos cuánto estrés pueden sumar, al ya cotidiano que genera el virus, esos audiovisuales morbosos, violentos, tensos, que en vez de contribuir al entretenimiento y enriquecimiento espiritual provocan enajenación, molestias y percepciones incómodas.
Reconozco que la variedad y diversidad en la televisión son claves para fidelizar audiencias y supongo que hay un público que agradece esas morbosas transmisiones, pero pensando en la mayoría se puede mejorar la propuesta hacia ofertas más amigables con la vida, la esperanza y el amor.
En ese aspecto aplaudo el espacio Arte 7, con conmovedoras y entretenidas comedias, los conciertos online, algunos espacios de humor, los documentales de Multivisión, los programas de participación y los dirigidos a los niños. Estos últimos con cierta reserva, porque algunos contienen más violencia que las propuestas para adultos.
En su artículo La violencia en los programas televisivos, el profesor titular de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) y presidente de la Fundación para la Investigación y el Desarrollo de la Ciencia, Daniel Cohen, alertaba ya desde 1998 que cuando las personas (y especialmente niños) son expuestos a programas con escenas predominantemente violentas, sus reacciones pueden agruparse en siete categorías: imitación, liberación, estereotipo, refuerzo, miedo, acostumbramiento e identificación.
Es lógico asumir que contemplar series violentas pueda inducir a actos violentos y la adopción de patrones similares; o que genere dificultad para controlar los impulsos emocionales en la vida cotidiana, produzca traumas a partir del miedo vivido como real en la pantalla y termine afianzando costumbres agresivas propias de esos protagonistas con quienes nos sentimos identificados a partir de la historia que nos venden.
Esas reacciones no son las esperables en el contexto social que vive el individuo cubano hoy, en buena medida aislado en casa, limitado de movimiento, temeroso del contagio, recibiendo noticias sobre muertes de seres humanos (cercanos o no) y sujeto a carencias y amenazas imperiales agravadas. En esas condiciones realmente no es sano añadir más estrés.
Los medios masivos de comunicación probablemente tengan en cuenta las investigaciones sociales referentes a los efectos de la violencia en los consumidores, pero su respuesta a esos datos todavía no es suficiente.
La construcción de significados y paradigmas de actuación desde objetivos culturales claros debería ayudar a posicionar mejores patrones en ese espacio común, y quienes prefieran consumir audiovisuales violentos como mecanismo para liberar tensiones, siempre podrán acudir a alternativas no masivas, cargadas en memorias o descargadas de internet.
El resto de los televidentes, hoy asediados por el estrés, lo agradecerán.