Monto el último «P» del día, pago con mis diez monedas y el chofer me mira brevemente, con cara de 3,14 o Giocondo indescifrable, tal vez asombrado por mi alijo de calderilla, pero el lance no pasa de ahí, porque ambos sabemos que todo está en regla. En esa misma parada había visto al señor que cambia billetes —antes daba cuatro pesetas por cada peso, «ganándose» una en el trueque— y me pregunté cuál será su tasa vigente: ¿se quedará con un peso, de cada cinco…? El caso es que en todo mi viaje a «Europa» (Habana) del Este fui pensando en mi atribulada amiga Doña Peseta.
El ecosistema monetario actual y, más que este, las tablillas de precios, le han bajado sobremanera la autoestima a la peseta. Sencillamente perdió el código de acceso no solo a las confituras de mi infancia, que son una estampa lejanamente azucarada, sino al mismísimo pan de la bodega y llegó al punto de que para abrigarse en la alcancía de una guagua tiene que reclutar a toda su parentela. Nada, que el que nace pa’ peseta nunca llegará a billete.
¿Qué podrá esperar, la pobre, si los mismos pillos del comercio que ella tanto sufrió han escalado el viejo ardid de «No tengo menudo de vuelto», llevándolo a la moneda de a peso? Dicho en plata —que para eso comencé a cobrar este enero 25 300 pesetas mensuales—, los tramposos roban a escala superior mientras que, de ella, menospreciada como belleza latina arrugada o equipo de fútbol bajado de división, ya no se ocupan ni se interesan.
Uno repasa, incluso, las tablas de precios establecidos para este ordenamiento que ciertamente no debía esperar más y se percata de que, entre muchos ceros, se da poco espacio a la fracción. Entre otros casos raros, me agradó el margen al menudo que da lo fijado para el huevo —2.20, cual espacio para seguir preguntándonos si fue primero el huevo, la gallina o… la peseta— y, más que ese, me entusiasmó el nuevo precio del estuche de 20 aspirinas: ¡5.46, señores, como prueba de que hasta el señor quilo merece una oportunidad!
No hay dudas: el microbolsillo ubicado en el noroeste de los pitusas debe estar de luto. La realidad del mercado muestra agonizante a una moneda dura —solo por la resistencia, claro está— que ha logrado sobrevivir a la original española, aquella precursora ibérica aplastada sin rubor por esa especie de CUC comunitario que es el euro.
Llamada indistintamente pela, rubia, cala, chufa… la peseta española, en circulación desde 1868 hasta 2002, dio su batalla en metálico, en papel y en varias denominaciones, pero al final cayó en combate desigual contra la voluntad de integración —también monetaria— regional. La nuestra, nacida en el siglo pasado y criada siempre en piezas sonantes, canta solo la nota de los 20 centavos, pero ha sido una compañera entrañable para generaciones completas de cubanos humildes.
Ahora todo parece cambiar. En España han dicho, por años, que un taxista es un «pesetas»; a nosotros no nos serviría la expresión porque no creo que con una en la mano podamos siquiera abrir la puerta del taxi. Tiene que venir, en su rescate, ese nuevo salario de números grandes en el que ella no pinta ni colorea.
Con tales pensamientos, el viaje que cuento se me hizo rápido. Media hora después, a la entrada del reparto Bahía y con esta crónica en piezas, en mi cabeza, recordé que en esta no podía faltar una mención al gran periodista gallego Julio Camba, quien en 1923 reunió, en su libro Aventuras de una peseta, deliciosas estampas recogidas poco después de la Gran Guerra en Alemania, Gran Bretaña, Italia y Portugal, donde no había pesetas pero sí dura batalla por la recuperación.
En Cuba no hay otra guerra que la de la resistencia nacional frente al acoso, que no es poca; en cambio el avatar de nuestra mulatísima peseta resulta igual de interesante. Camba es uno de los cronistas que más me ha interesado, pero obviamente ya no vive en su país ni en nuestro mundo para escribir la aventura de la moneda criolla, así que ustedes deben conformarse con leer mi versión en este periódico que ya no cuesta una sino cinco pesetas y, por ello, sus redactores debemos hacerlo más atractivo.
Cuando el medio parece haber volado en el bolsillo de Matías Pérez y el quilo merece en la práctica la tumba sin nombre del soldado desconocido, hay que centrar la defensa del menudeo en la inefable peseta. Por eso, si puedo, combino en el pago de la guagua cinco pesetas —de cambios previos— con un peso amarillo o verde para evitar una cara de duda, asombro o disgusto, pero en el fondo de mi bolsillo siento la necesidad imperiosa de defender a esta amiga y decir en su declive aquello de «¡No se la lleven!». La peseta es muy joven para jubilarse: apenas tiene una edad de 3,14.