A ambos lados de la senda asfaltada solo había silencios. Ocasionalmente se escuchaba el rumor emocionado de: «Ahí viene», una frase que acrecentaba el ansia, también la emoción.
Era sábado 3 de diciembre y Fidel había partido de Bayamo, después de un reposo nocturno en el antiguo cuartel que llevó el nombre del Padre de la Patria.
Me había ido, por azares de la vida, a Cautillo Merendero, el barrio donde crecí oyendo hablar de las proezas de su pecho, de la perpetuidad de su frente, del hechizo que habitaba no solo en su barba y su verbo.
En la espera, miraba las personas apostadas a la vera de la Carretera Central, muchas de ellas habían pasado la noche anterior hablando con la almohada o relatando a sus hijos anécdotas del héroe venido de los cedros y las rebeldías.
En la espera, miraba el aula donde un día me enseñaron versos de un gigante y de un julio de absoluciones históricas; le vi más pupitres y más alumnos, un estandarte más alto ondeando en la plaza que antes no existía.
Observaba las manos de los que aguardaban el momento, los teléfonos prestos a grabar el paso de la caravana solemne, rumbo a su Santiago de tantos hechos y pruebas, camino al lugar donde entraría simbólicamente a un grano de maíz.
Encima de un banco de concreto, contemplé la tristeza de mujeres y hombres, el forcejeo disimulado por tratar de estar más cerca de la carretera. De pronto el silencio se convirtió en gritos, en «Ay, Fidel…» «Te amo, Fidel», «Yo soy Fidel».
Él iba en un vehículo sin techo, en la parte trasera. Pasó rapidísimo y aquellos segundos parecieron de otro tiempo, un sueño o una pesadilla.
Apreté el obturador de la pequeña cámara y apenas alcancé a hacer dos fotos. Al mirarlas, vi entre el gris de la mañana, las lágrimas en primer plano, los ojos vidriados, el gesto de pesar.
Fue la última vez en que lo vi. Iba envuelto en fuego, no en cenizas; llevaba el verde más allá del armón sencillo pero impresionante, viajaba en los niños que se treparon en los hombros de los padres para mirarle el nombre estremecedor.
Cómo iba a sospechar que mi despedida iba a ocurrir en el mismo lugar donde lo divisé incontables veces formando nubes en mi imaginación de niño, en el mismo sitio donde se me hizo hermosa tarea escolar y poema enamorado.
Aquella mañana, hace cuatro años, vi por última vez a Fidel. Aunque… después lo he visto y lo he sentido en tantas ocasiones: en la canción de un trovador escrita con increíble premura poética, en fotos multiplicadas, en la montaña y en la plaza, en la palabra «GRACIAS».