Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Entretejer la vida sin violencia

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

«Mamá, enséñame a hacer trenzas», dice la niña, lazos en mano y el pelo muy desordenado. La ira de la madre hace llorar a la pequeña, quien pasa del chillido de sorpresa a la resignación silenciosa, y cualquiera adivina que no es la primera vez.

«¡A ver si llega la guagua y tú así! ¡Tu padre nos va a matar si nos coge más tarde en la calle!», grita la adulta mientras le tira del cabello sin misericordia y en menos de un minuto recompone ambas motonetas. Luego la sienta bruscamente a su lado, y ya consciente del estupor de quienes presenciamos la escena, le da el móvil «para que te calles de una vez y me dejes vivir, que yo tengo problemas de los que ocuparme».

Cierro los ojos. Pienso en el efecto que esa «educación» va sembrando en una criatura por cuyo desarrollo físico y espiritual su familia responde ante la sociedad. Internamente reviso los artículos de la Constitución y las leyes que invocaría en un juicio por ese acto de crueldad, al que varios adultos asistimos en una mudez refleja, vergonzosa.  

Por un momento las contemplo y otra vez cambio la vista. ¿Cómo habrá sido su propia infancia? ¿Qué clase de relación tiene ella con ese hombre, que prefiere maltratar a su hija, incluso en público, antes que «desafiarlo» con una tardanza?

Mi mente se traslada a una reunión el pasado lunes en el Capitolio, donde la comisión parlamentaria de Atención a la Niñez, la Juventud y la Igualdad de Derechos de la Mujer dialogó con representantes de organismos y organizaciones que construyen la estrategia nacional para neutralizar la violencia de género, meta que implica visibilizar todas sus expresiones, desmontar su origen cultural, desnaturalizar justificaciones, armonizar el paso para que todos los caminos confluyan y no queden mujeres, niñas o familias ignoradas, indefensas.

En el horizonte no se descarta una ley integral como la que exhiben otros países (no muchos). En lo inmediato, tranquiliza la mirada experta que hurga en la redacción y el espíritu del nuevo Código Penal, el Civil, el de Familias, y otra infinidad de decretos, reglamentos y protocolos de la policía, los tribunales, la fiscalía, las escuelas, la FMC y sus casas de orientación, los cuerpos de guardia de salud…

Voluntad existe al máximo nivel del Estado y el Gobierno. Las herramientas se perfeccionan, escuchando también el sentir del activismo popular. Las instituciones encargadas de hacer valer la dignidad como derecho, capacitan a su personal. No muchas naciones logran que esos tres requisitos se entrelacen para ganar en fortalezas y esperanzas.

El descontento alza su voz frente al imaginario que respaldan los medios formales e informales, los debates dilatados, las lagunas en una formación académica que debería despertar la sensibilidad de quienes aprendieron a ver esas conductas como asunto menor o privado, y no actúan mientras no se tipifique el delito o el daño corporal, a veces irreversibles. 

Hay muchas hebras para entretejer en el propósito de restarle impunidad a la violencia: comunicación en todos los soportes, legislación comprometida, empatía, proactividad, autoanálisis del legado machista, deseo de actuar con lo que ya tenemos sin dejar de exigir su mejoramiento, más diálogo en las casas y comunidades para borrar gestos y frases cómplices que repetimos sin evaluar su trasfondo.

Vuelvo a mirarlas directamente. El mejor código no salta por sí solo del papel a la vida. Son nuestros actos sus vehículos, su modo de perpetuarse, para bien o para mal.

Llega el ómnibus. La mujer arrastra a la niña y reclama el derecho de abordar de primera. Nos sentamos frente a frente, y la chiquilla me mira con simpatía mientras la madre se diluye en explicaciones por teléfono.

Despacio, suelto mi pelo y lo vuelvo a trenzar, haciendo énfasis en cada movimiento. Ella observa, sonríe, asiente, lo repite en su propio cabello, fuertemente sujeto a cado lado de su cabecita. Palpa el resultado y sonríe aún más, mira a la madre de soslayo y se acomoda para contemplar el mundo, que avanza raudo afuera mientras ella repasa, distraída, el nuevo secreto que atesoran sus manos.

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