Casi cumplidos 59 años de que descargara su escopeta preferida contra ese paladar caótico que tanto saboreó la vida, Ernest Hemingway nos sigue dejando pistas para que pesquemos portentosas agujas en el pajar de su obra. Cuando creemos que, al fin, se decide a descansar, aparece otro texto que nos llama a leer, a alzar en una copa un Papa Doble y a brindar por ese «cubano sato» que se ancló a sí mismo 22 años a la vera de La Habana.
Esta vez fue su nieto Sean quien, revisando papeles de la Colección Hemingway, en la biblioteca John F. Kennedy, de Boston, halló un relato mecanografiado, sin título y con anotaciones del genio, que a la postre —por elección de Patrick, el segundo hijo del escritor— será conocido como «Pursuit as hapiness» (en español, «Búsqueda como la felicidad»), un guiño al epígrafe que en Verdes colinas de África nombra una parte de ese libro de crónicas de caza.
No adelanten: no se ha presentado aún una traducción completa al español, pero el semanario New Yorker rasgó el velo del texto publicándolo en su inglés original y, por lo que dicen quienes ya se han podido enrolar en la pieza, promete enriquecer los elementos de El viejo y el mar en tanto recrea, en igual ambiente, las mismas ansias. Para Sean, «es una joya» que incomprensiblemente no recibió mayor atención. Un gran pez, en fin, esperando a su anciano pescador.
En «Pursuit as hapiness» Ernest Hemingway arrastra a sus lectores por un «terreno» apasionante: la jornada de pesca de un enorme pez espada, para lo cual estaba armado, incluso como pocos genios, de auténtico anecdotario personal y privilegiados avíos literarios.
No se trata, por supuesto, de cualquier pez, sino del «mayor maldito marlin que haya nadado jamás en este océano»; de ahí que, a bordo del yate Anita, el protagonista y sus dos compañeros —el propio autor, con su nombre, y sus amigos Mr. Josie y Carl Gutiérrez— enganchan uno que finalmente tiene cierto inconveniente paradójico: su insolente magnificencia.
«Cuando lo vimos comprendimos qué grande era. No espantoso; magnífico», ¿escribió el Hemingway autor o dijo Hemingway personaje? No importa establecerlo cuando deja narraciones como esta: «Lo veíamos lento y tranquilo y casi inmóvil en el agua, con las grandes aletas pectorales como dos largos filos de guadaña violeta. Luego vio el barco y el sedal empezó a desenroscarse como si fuéramos arrastrados por un automóvil y él comenzó a saltar hacia el noroeste con el agua que salpicaba a cada salto».
Escrito en una fecha indeterminada, entre 1936 y 1956, el texto cuenta una pesquería habanera en 1933 y, desde cubierta, lanza flashazos al conocido ambiente cubano de Hemingway: el hotel Ambos Mundos, el bar Floridita, la calle Obispo y la franja de azules que, a solo 45 minutos de la corriente del Golfo, custodia Cojímar de arriba a abajo.
De momento, el planeta Hemingway está a la espera de la aparición del relato como apéndice de la redición de El viejo y el mar que Sean prepara con la editorial Scribner, muy vinculada a la obra del autor de Adiós a las armas.
El propio nieto ha dicho a New Yorker que este era uno de los pocos textos de su abuelo que faltaban por publicar, pero ya se sabe que, en materia de sorpresas literarias, Papa siempre deja en nuestra senda excitantes migas de pan.
Hace tres años fue descubierto en Cayo Hueso, dentro de una vieja caja de municiones, un cuaderno de 1909 que contenía, en 14 cuartillas, el primer relato del niño Ernest, quien contaba, al escribirlo, con solo una década. «Pensé que se trataba de algo increíble: una composición sin precedentes. Es la primera vez que vemos a Hemingway escribir una narrativa continua e imaginativa», dijo entonces a The New York Times la reconocida estudiosa de Hemingway Sandra Spanier, quien junto a su colega Brewster Chamberlin halló ese tesoro así, como quienes pescan en golfo revuelto.
Poco después, en 2018, fue publicado por primera vez su A room on the garden side —Una habitación del lado del jardín, en español— cuyo texto original estuvo durante décadas, virgen de imprenta, en la misma Biblioteca John F. Kennedy, como parte de un lote de novelas cortas que el propio Hemingway había enviado a su editor con la peculiar advertencia de que eran narraciones «aburridas» que pudieran publicarse «después de morir».
La historia, publicada en The Strand Magazine, presenta en París un escenario de soldados cansados de batallar en la Segunda Guerra Mundial, pero «esperanzados por el futuro».
Se supone que aquel futuro es también este tiempo en que siguen explotando, cual minas de paz, textos de Hemingway en nuestra trinchera literaria. En persona o en masa, cada «Búsqueda como la felicidad» no hace más que remitir al Dios de Bronce que no pudo matarse a sí mismo y aún nos cuenta, trago en mano, cierto pasaje habanero que ensartó para nosotros: «Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez…».