El hombre iba entrando al círculo infantil mientras tomaba de la mano a su hija de cinco años. Entonces sobrevino la sorpresa. Vio, en la puerta, a una vieja amiga. Se aproximó a ella y extendió su cuello para besarla; pero la muchacha dio unos rápidos pasos laterales para decirle con una sonrisa: «Recuerda el nuevo coronavirus».
Enfadado, el sujeto la miró con la peor cara. «¿Qué bobería es esa? Llevo días sin verte y mira con lo que te apareces», soltó él. Sin embargo, la mujer no perdió los estribos. «En el futuro me lo agradecerás», respondió, al tiempo que se alejaba de la «escena del disgusto».
Observando ese episodio, a la distancia, me preguntaba cuántas otras personas en tiempos de COVID-19 evitarán al máximo el roce de caras y manos, el saludo efusivo que solemos darnos cada día, el «pega-pega» característico de los cubanos.
Me cuestionaba, como muchos otros, si todos los ciudadanos entenderán que no resulta un extremismo acatar las orientaciones de los especialistas, quienes exhortan a mantener las distancias prudentes, hablar poco o no hablar, prescindir del toque de ojos, boca y nariz, evitar las aglomeraciones en la medida de lo posible y lavarnos las manos con la frecuencia y el rigor que no acostumbramos.
Bien sabemos, en el fondo, que pese a advertencias, mensajes por los medios de comunicación y audiencias sanitarias en nuestros barrios, hay cientos de individuos que, como el del principio de estas líneas, siguen viendo como «exageraciones» varias de las medidas profilácticas para sujetar el SARS-CoV-2.
Ese es uno de los mayores desafíos de esta era: formar una conciencia general que conduzca a eliminar prácticas sembradas con los años o con las tradiciones y a asumir otras nuevas vinculadas con la salud personal y grupal.
No es la primera vez —ni probablemente será la última— en que se propaga un virus capaz de traernos las peores consecuencias. Cuando, hace una década, asomó la Influenza A (H1N1) hubo ciudadanos que se mofaron de disposiciones puestas en práctica en lugares públicos y tal despreocupación acrecentó el peligro.
Al respecto, recuerdo un cartel colocado en una entidad de Bayamo, que presta servicios a personas jurídicas y naturales. «No se moleste, pero en este local no se permiten besos, abrazos, saludos con las manos o cualquier otro acto que pueda transmitir la Influenza», rezaba aquel letrero del que algunos, lamentablemente, se rieron. Mas, valdría la pena colocarlo —y mejor aún ponerlo en práctica— en muchísimos lugares, como modesto grano de arena en la batalla contra esta nueva afección que puede ser letal.
Por desdicha, el nuevo coronavirus —declarado como pandemia por la Organización Mundial de la Salud— es mucho más agresivo que otras enfermedades recientes que nos azotaron. Eso debería conducirnos a tomar más precauciones, a elevar la famosa percepción de riesgo, a cambiar conductas entronizadas en nuestra cotidianidad.
Verdad que no se transforma de la noche a la mañana un estilo para saludar ni la manía de tocarnos la cara con descuido. Pero la emergencia nos convoca a la urgencia; es preferible «perder» un beso o extremarnos en lavarnos las manos, a exponernos al azote de un rey con corona invisible y a otros nocivos monarcas que pudieran aparecer mañana.