El planeta que habitamos está hecho de altos picachos y de profundas cavernas soterradas que se extienden como laberintos, de ríos anchurosos y de zonas desérticas, de selvas y sabanas. Sobre esa superficie disímil, el transcurso de los milenios ha conformado una humanidad diversa y moviente, germen de variadas culturas, muchas veces contaminadas por los contactos, las migraciones y los intercambios. Ese universo, nacido de la geografía, modelado por la historia, generador de costumbres y valores, conforma lo que acostumbramos llamar realidad. Su complejidad se acrecienta cuando nos detenemos en el contradictorio ámbito de la subjetividad, en la que intervienen la razón y la sinrazón, los sueños y las emociones.
A otra escala, la realidad que nos involucra también es compleja. En ella se entrecruzan factores objetivos y subjetivos. Nuestro proyecto de desarrollo económico y social ha tenido que afrontar el asedio de un bloqueo arreciado con la implementación de las leyes Torricelli y Helms-Burton cuando el derrumbe del campo socialista europeo pareció habernos dejado en el desamparo más absoluto, cerco que aprieta las tuercas de día en día. Esas condicionantes externas impusieron modificaciones en la orientación de las políticas económicas. Las deformaciones heredadas del monocultivo y la dependencia del mercado norteamericano generaron a partir del primer cuarto del siglo XX una crisis permanente que no ofrecía salida si no se producían radicales cambios estructurales. Dependíamos de la exportación de azúcar crudo con destino a las refinerías del país vecino.
Al triunfar, la Revolución se propuso diversificar la producción nacional con el añadido de un más alto valor agregado. Así surgió el Ministerio de Industrias. En lo inmediato, el Che tuvo que hacerse cargo de los chinchales abandonados por sus dueños y de poner en marcha la niquelífera de Moa. A la vez, con plena conciencia del retraso técnico de algunas instalaciones, apeló a la colaboración de la Europa socialista y planeó una distribución territorial de las inversiones. Sin embargo, la demanda de divisas libremente convertibles era apremiante. Una apuesta en favor del azúcar no ofreció los resultados apetecidos. El ingreso de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) rompía las barreras del intercambio desigual. Pero un criterio de racionalidad favorecía la especialización, atendiendo a las condiciones naturales de cada país. Seguíamos siendo importadores, y esa mentalidad se arraigó.
La caída de la Europa socialista cortó, de un solo tajo, mercados y suministros. Contra todo pronóstico logramos sobrevivir, aunque la falta de combustible paralizó gran parte de la producción del país. La existencia cotidiana se tornó precaria. Emergió un nuevo vocabulario. Para procurar la subsistencia de la familia, había que «conseguir» y «resolver», verbos que enmascaraban el situarse al margen de la legalidad y obtener lo necesario «por la izquierda». Se impuso la presencia de un personaje: «el luchador». Sin calcular los alcances, se estaban vulnerando valores y principios éticos. Para adquirir bienes de consumo, la necesidad de dinero se hizo más acuciante.
A pesar de todo, logramos remontar la cuesta. La prioridad sostenida que se le concedió al desarrollo de los recursos humanos, aún en las circunstancias más difíciles, se tradujo en resultados tangibles desde el punto de vista económico. Mientras tanto, en América Latina, después de sufrir el primer ramalazo del neoliberalismo, avanzaban las señales de cambio. Se rechazaron los leoninos tratados de libre comercio. Se sentaron las bases para una política más solidaria, a pesar de convivir con las oligarquías internas respaldadas por los medios de comunicación. El imperio no permaneció indiferente. Ante una opinión pública internacional desorientada, regresó a sus tradicionales fórmulas de injerencismo. Con la zanahoria envenenada de neoliberalismo, simplemente, organiza y patrocina golpes de Estado e incita a la traición. Pero la historia no ha terminado. La aplicación violenta de las políticas de ajuste suscita, a la larga o a la corta, la reacción popular. Frente a ella, resurgen expresiones extremas de represión, con su secuela de muertos, desaparecidos y mutilados. Es una experiencia aleccionadora.
Cada comienzo de año nos convoca a un examen de conciencia. Por lo regular lo hacemos en el plano personal. Si nos contemplamos en el espejo con total lucidez, liberados del lastre de la autocomplacencia y las justificaciones, quedamos insatisfechos. El resultado final revela pronósticos incumplidos, soluciones superficiales, descuidos en la atención de detalles, con consecuencias de alcance imprevisto, respuestas formales a las demandas de las relaciones humanas. De ese análisis se derivan los ajustes necesarios para afrontar la superación requerida para llevar adelante la obra de la vida, la que nos corresponde, grande o pequeña.
En el ámbito mayor de la sociedad, donde se funden la responsabilidad individual y la colectiva, se ha convertido en costumbre organizar las asambleas de balance. No podemos abordar la tarea de manera rutinaria como recuento de logros y una breve referencia a asuntos respecto a los cuales «habrá que seguir trabajando». El momento exige centrar el análisis en la problematización de la realidad que nos concierne, estimular el espíritu crítico en el pensamiento colectivo, esquivar la tendencia a traducir lo complejo en esquemas simplistas, desempolvar la dialéctica para detectar la interdependencia entre factores objetivos y subjetivos.
Asumir la realidad con todas sus aristas es empeño arduo. Se fundamenta en un optimismo esencial que reside en la confianza en el mejoramiento humano, en nuestra capacidad intrínseca de franquear los obstáculos que impone la vida.