El desasosiego se desencadena como si acabara de recibir la propuesta, nada más y nada menos, de que debía irse para el infierno terrenal, cuando en realidad le propusieron una atención segura bajo la lupa de médicos y enfermeros.
El «¡qué dice!» se explaya, a secas, de réplica, sin venir ataviado del respetuoso «Usted», casi extinguido, para el interlocutor como si no hubiera comprendido nada, de nada.
Así lo expresa una persona en do mayor, para señalar su inconformidad, ¡increíblemente!, no por temor a la posible y peligrosa enfermedad que podía tener, sino debido a la propuesta de un ingreso.
La determinación médica le llegó afincada en argumentos irrebatibles, luego de los resultados de un leucograma que indicó un aumento de los leucocitos y un conteo de plaquetas que fijó parámetros bajos.
Esos datos, más lo apreciado en el examen físico y los síntomas que le afligían, derivó en el aviso de un factible desarrollo del dengue, transmitido por el mosquito Aedes aegypti.
Consecuentemente, el mejor sitio ante la posibilidad de estar contagiado deviene el centro bautizado como de aislamiento, nombre, a mi juicio, desafortunado, pues emite un mensaje excluyente, que sulfura.
Siempre tratan, para sortear los extremos, que las personas acudan de manera voluntaria a ese internamiento sin tener que decretarlo bajo el amparo de la ley.
Se ha llegado al límite de personas, apoyadas hasta por la familia, que si sufren fiebre evitan ir a la unidad asistencial, que es como está indicado. ¡Vaya paradojas de la vida! No van para eludir el posible ingreso si están contagiadas.
Más allá de que se convierten en potenciales propagadores del dengue, bajo la tutela hogareña el padecimiento puede progresar hacia su peor desenlace sin la aplicación de medidas a tiempo, y solo ponen el grito en el cielo cuando la caña está a tres trozos.
Uno de los centros de este tipo que funcionan en Santa Clara, puedo dar fe de ello (tampoco deviene paraíso terrenal), posee aceptables condiciones para la permanencia unos días allí.
Su principal función para vigilar la evolución potencial de la enfermedad la siguen los médicos y enfermeros con destreza y familiaridad. Si alguien empieza a empeorar se remite para el hospital.
El seguimiento, bajo ese resguardo especializado, transita por la vigilancia de la temperatura corporal, la presión arterial, la observación de las señales físicas de los pacientes y la repetición del leucograma.
En la convivencia de una sala, que hasta cuenta con un toque de modernidad por ser unisex, afloran esos modales que, a veces, llevamos dormidos en la cotidianidad.
El infaltable «Buenos días», seguido del «¿cómo pasaste la noche?», el «¿quieres que te ayude en algo?», el cederles el paso a la hora del baño, en la merienda o el almuerzo; o la frase para reconfortar, que la veo mucho mejor hoy, definen una convivencia elegante y respetuosa que debería ser más regla que excepción.
Ese ingreso casi siempre breve, a favor de la salud, más que apreciarlo con desdén, actitud que puede jugarnos una mala pasada, debemos aplaudirlo. Así de lógico, así de sencillo.