Hace algunos años, tocada por ese amor propio que distingue a los nacidos en este país, dediqué una crónica a la «botella». Escribí entonces que en la década de los noventa del siglo XX los cubanos hicimos malabares para viajar de un punto a otro en ciudades y pueblos.
«El combustible —evocaba aquellos momentos difíciles— parecía haberse evaporado. Una hemorragia de bicicletas llegadas en su inmensa mayoría desde Asia inundaba las arterias principales. Y pedir un aventón a cualquier desconocido dejó de ser visto en el imaginario popular como asunto de viajeros solitarios y audaces para convertirse en algo natural».
Todavía puedo afirmar que esa costumbre conocida entre nosotros como «la botella», pervive a pesar del paso del tiempo. Asomarse a las ventanillas de los coches, entablar diálogos urgentes con el conductor —de quien se espera la mejor voluntad—, se ha legitimado entre la gente como elección salvadora.
Hablamos de una aventura que lleva su lenguaje y mañas propias: necesita el estudio del terreno (cualquier esquina no es apropiada para cazar la botella); exige vista larga y aguda para catalogar la nave que se aproxima, y casi adivinar el ánimo de quien la conduce; demanda carisma y palabras claves (hay que llegar en solo instantes a la sensibilidad del otro); y paciencia porque, como casi todo en esta vida, el éxito vendrá solo después de varios intentos.
La «botella», definía yo entusiasmada, se suma a otras aristas para definirnos: quienes la elegimos hacemos gala de creatividad y fe en que los demás darán lo mejor de sí. Y quienes la ofrecen muestran una de las mejores cualidades del cubano: la capacidad de sentir por la suerte de los demás, incluso de aquellos con quienes no se coincidirá otra vez en travesía alguna.
Una preocupación, sin embargo, emerge con particular fuerza en estos días: ¿acaso alguien decreta tácitamente y cada cierto tiempo que el aventón no hace falta? Durante años, cuando para muchos las horas difíciles del «período especial» lucían lejanas tras haberlas vivido, alerté con recurrencia sobre cómo, salvo raros casos, los choferes de vehículos estatales parecían haber olvidado que seguimos siendo un país transido de carencias y que dar «botella» es un gesto de urgente solidaridad, tan urgente como el agua fresca que se le puede brindar a un sediento.
Por estos días, un poco ya distantes del momento en que la máxima dirección del país explicó en detalles la tirante situación que Cuba vivía en lo energético, muchos choferes parecen haber caído en una súbita amnesia que los aleja de la necesidad de quienes caminan cuadras y cuadras para llegar a su destino. Es como si no vieran o escucharan —algunos, ante escenas demasiado obvias, prefieren mirar en otra dirección, y otros hasta mueven el dedo índice en círculos para expresar, ante el desconcierto del peatón, que van en una ruta no deseada por nadie.
Cuando se escuchan los testimonios de quienes van detrás del volante, se entiende el recelo que nace por culpa de viajeros que al dejar la travesía lanzan la puerta, o que piden aventón para avanzar solo «unos metros». De cualquier manera nada justifica esa insolidaridad que no encaja, ni con la idiosincrasia que a tantos nos gusta recordar con orgullo, ni con el contexto de un país donde el transporte sigue siendo un problema.
Soy de quienes piensan que los buenos sentimientos, los verdaderos, no se darán por inducción y mucho menos por medidas coercitivas que a veces resultan inevitables cuando la situación es extrema —con agentes del orden mediante—: las mejores actitudes son el fruto de nacimientos profundos, muy complejos, y suelen estar ancladas a fibras de vergüenza muy adentro del corazón, que todo ser humano tiene y que solo se encienden cuando desde la conciencia el tema de ayudar a los demás se ventila sin treguas.
Cometen un error quienes piensan que ya no urge ser tan solidarios como en otros tiempos: en Cuba la solidaridad seguirá siendo fórmula mágica para sobrevivir en todos los órdenes y más allá de cualquier contexto. Negar esa cualidad sería pretender arrancar de cuajo un rasgo de nuestra propia esencia; sería negarnos la alegría de sentir orgullo de nuestra noble materia insular. Y eso de abrir las compuertas a un egoísmo casi naturalizado, sí que sería imperdonable.