Desde su aparición, Cien años de soledad obtuvo un éxito sensacional y alcanzó una notable diversidad de públicos. Nacido de las vivencias de la primera infancia de Gabriel García Márquez, Macondo devino un no lugar mítico, en la representación metafórica del subdesarrollo, de un vivir en el estancamiento progresivo, en la desmemoria y en el desamparo por falta de conciencia de un destino propio, de un sentido de la vida. Progresivamente, los Buendía se iban hundiendo en el pantano. El subdesarrollo es la resultante concreta del colonialismo y del neocolonialismo.
En procura de riquezas, Marco Polo emprendió una extraordinaria aventura que lo llevó a los confines del Oriente, los portugueses bordearon el África y Cristóbal Colón desembarcó en América impulsado por la codicia del oro que animaba a sus patrocinadores. Por medio de la violencia, sus seguidores, hipnotizados por la leyenda de El Dorado, se impusieron sobre las culturas autóctonas del continente, asentadas en el respeto por la Madre Tierra. Empezó el gran despojo de los metales preciosos que impulsarían el desarrollo del capitalismo. En intercambio desigual, las flotas se llevaban los miríficos bienes y las materias primas producidas por mano de obra esclava, y distribuían las mercancías más elaboradas para satisfacer los nuevos hábitos de consumo. La Colonia había sentado las bases del subdesarrollo.
Durante casi dos siglos, los pueblos lucharon por su independencia, desde los albores del XIX, hasta bien avanzado el siguiente, con las batallas de Argelia, de Vietnam y de buena parte del África subsahariana. Sin embargo, se habían elaborado nuevas formas de dominación. Cuba fue, al parecer, el primer experimento neocolonial. A la Enmienda Platt, que establecía prerrogativas de intervención directa en los asuntos internos de la Isla, se añadió el Tratado de Reciprocidad que aherrojaba la economía a los Estados Unidos, principal importador de azúcar crudo con destino a sus refinerías y aseguraba ventajas arancelarias para la exportación de mercancías desde el vecino del Norte y colocaba en desventaja a los competidores tradicionales. Llegados en ferris, junto al puerto de La Habana, se estacionaban vagones de ferrocarril procedentes de lugares tan distantes como Portland, Oregón. Cargaban cemento y alimentos de todo tipo. En la zona colindante, se almacenaban las papas y cebollas que, por los efectos del clima, despedían un olor agrio. De esa manera, se desestimulaba la diversificación de la producción nacional, mientras se cerraba el paso al crecimiento de una industria propia. En tales circunstancias, tras la vitrina engañosa de la cara de algunas ciudades, se abría la brecha creciente de la pobreza en su entorno y la miseria infinita de las zonas rurales. Bajo el barniz cosmopolita de una élite reducidísima, se escondían el analfabetismo y el bajísimo nivel de escolarización.
Fidel comprendió que el subdesarrollo expresaba, de manera tangible, el legado neocolonial. Anidaba en el centro del reclamo profundo de una transformación revolucionaria. Sus efectos se cernían sobre gran parte del planeta. Los cubanos tenían que conocer la realidad profunda de su propio país. El 26 de julio de 1959, medio millón de campesinos conmemoraba en la capital el aniversario del asalto al cuartel Moncada. Fueron acogidos en casas de vecinos solidarios y en espacios públicos acondicionados al efecto. Muchos no habían visto el mar. Buena parte de ellos no sabía prender la luz eléctrica. Los jóvenes mostraban rostros sin edad, presa de toda clase de enfermedades curables. El impacto fue estremecedor. Pero el subdesarrollo tarda mucho en cicatrizar. Años más tarde, realizadas ya la Campaña de Alfabetización y la Reforma Universitaria, extendida la atención médica a zonas remotas, enviados los cines móviles a lugares donde nadie hubiera visto antes un filme, por iniciativa de Fidel, estudiantes y profesores marcharon a distintos puntos para llevar a cabo tareas de desarrollo social. Más que a enseñar, iban a aprender. Encontraron en todas partes rastros de aquella monstruosa deformación estructural.
Ahítos de tanta guerra sanguinaria, los pueblos aspiraron a crear un sistema jurídico que garantizara el respeto a la autodeterminación y a la no injerencia en el actuar de los Estados soberanos. Como lo había intentado antes la Liga de las Naciones, la ONU nació como un espacio de entendimiento entre los países con igualdad de derechos al margen de su dimensión y de su poderío económico-militar. Allí acudieron los que recién habían conquistado Gobierno propio. El imperio no pudo resignarse a la pérdida de sus antiguos dominios. Abandonó el patrón oro y, sin esa garantía, hizo del dólar la divisa para el comercio mundial. Abandonó las regulaciones que pretendían controlar la hipertrofia de los monopolios. Las corporaciones se transnacionalizaron, prescindieron de intermediarios y se hicieron cargo de los mandos políticos. Las concepciones neoliberales se convirtieron en doctrina y en ideología. Asociado con frecuencia a la noción de modernidad, su vocabulario se va naturalizando en todas partes.
En la ofensiva neocolonial, el imperio se arroga la potestad de determinar la legitimidad de la línea política de las naciones, de certificar la buena conducta mientras instaura nuevas formas de violencia. La amenaza de la guerra bordea simultáneamente en varias zonas del planeta. Las represalias económicas violatorias de la libertad de comercio con sus implicaciones extraterritoriales se multiplican, a todo lo cual se añaden sofisticadas formas de manipulación de las conciencias. El contrataque se vuelve no solo contra los movimientos revolucionarios. Incluye también las medidas reformistas que no pretenden subvertir las bases del sistema. Mientras esto sucede, la depredación de la Tierra se acelera.
De ahí que la salvación del planeta, la lucha contra el subdesarrollo y la defensa de un sistema de valores solidarios se encuentren estrechamente mancomunados.