No era una Merckx ni una Trek. Tampoco era cuestión de ir a la Vuelta, al Giro. Era una bicicleta china con freno de varillas, una 28, una bicicleta «de hombre». Era tan simpático aquello de las bicicletas con sexo.
No sé si logré dominarla o fue ella quien domó mi hombro. Era un triste espectáculo verme, renqueante, subiendo los escaños de mi casa junto al Guaso. La estrecha escalera se resistía. Acabé haciendo un surco en la pared, tomando aire en la mitad del camino, odiando el momento.
Debí hacer acrobacias: aquella enormidad de metal me sobrepasaba. Mis pedalazos fueron épicos. Tuve que completar con ella mi escaso aprendizaje ciclístico. Se había interrumpido años atrás, después de unas cuantas caídas. El milagro del equilibrio no era para mí.
Una tarde me prestaron una bicicleta, más liviana, más fácil. Una osadía. Mayor fue la mía cuando me lancé loma abajo frente al mismísimo periódico. Intenté dar un timonazo mientras rodaba a toda velocidad, apreté de súbito los frenos y, no hay que decirlo, salí despedido por los aires.
Tuve que echar músculos para conducirla. Resultó una compañera exigente. Mi bicicleta china, digo. En compensación, no se enteraba de los trastazos ni de los excesos. Su marca era tal vez la misma del periódico, Venceremos.
Mi bici está ligada a las carencias tanto como a las resistencias. A mi primer salario, mi primer artículo, mis primeros compañeros de trabajo. Al olor del papel impreso. A la ruta de mi hermana y mis sobrinos, de doña Beba. A los abrazos.
Me llevó a las caravanas sabatinas rumbo a la parcela agrícola. Fue conmigo a los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Fue mi amiga en todos los caminos: los que me mostraron y aquellos que encontré.
Un día me volví, 80 kilómetros, principios de los 90. De la tierra de Boti a la tierra de Heredia. Por mucho tiempo la dejé colgada, le fui infiel, hasta que alguien la necesitó. No la vendí, porque no tenía precio. Y la regresé a Guantánamo, a sus calles. Mi bicicleta china, mi campeona, que no era ni una Merckx ni una Trek.